¿Y si a la maja desnuda la hubiera
raptado el mítico toro blanco que, sediento tras su travesía por Creta y buena
parte de Europa, se hubiera detenido a orillas del Vaccarès, en el mismo
corazón de La Camarga ?
¿Y si la maja, acalorada por tanto trote, hubiera decidido darse un baño en el estanque
de los dioses y comprar en Arles un abanico del color de un cielo de Van Gogh?
¿Y si la mujer plasmada por Goya, en un arrebato de enamoramiento, hubiera
decidido tatuarse en el vientre la cruz del marqués de Baroncelli? Todo el
universo simbólico y mitológico de Luis Francisco Esplá cupo en el lienzo
ovalado del anfiteatro de Arles, mas poco duró la fantasía, apenas unas horas, antes
de esfumarse con las huellas del paseíllo. Sonaba ya el violín de Paco Montalvo que
interpretaba la música de Carmen y el primer toro asomaba por los chiqueros.
Un toro, el de la reaparición de Esplá, que
con un certero golpe de realidad, con su violencia y pobre recorrido en el
capote, hizo recordar que la tauromaquia es el único arte que juega con la muerte. Emocionante
el regreso por un día del maestro después de siete temporadas de ausencia.
Esplá demostró que, rozando la sesentena, el temperamento no se pierde y la
personalidad aumenta. Ante el cuarto toro, se libró milagrosamente de la cornada
y es que, como bien apuntó en el brindis a sus mujeres, “esto ya se acaba”,
pero la torería, jamás. La locura goyesca de Esplá acabó felizmente, como él
merece, con la frente ensangrentada, la conciencia tranquila y la paz del hombre que ha cumplido. No sólo
decoró el anfiteatro Arles: también cortó una oreja de cada uno de sus toros.
Otro hombre que cumplió, como mecenas, empresario
y torero, fue Juan Bautista quien, en su cuna, lució un terno goyesco teñido en las aguas grises del Vaccarès. Majestuoso el arlesiano en sus dos faenas. Inteligente
a la hora de ver a sus toros, de plantear la lidia que cada uno requería;
clásico, templado y elegante en la ejecución; superdotado en el momento de entrar
a matar recibiendo. A ratos desmayado, siempre firme. Natural. Impecable.
Bautista lo tiene todo para ser profeta, y no sólo en su tierra, en su marisma. Vuelve fácil
lo sumamente difícil. Su toreo, cuando fluye así, como una pintura, parece la
alucinación de un artista genial, como el viento irrefrenable en un óleo de Van Gogh. Cortó cuatro orejas y un rabo.
Morante de la Puebla es el sol y la
sombra en un mismo ser; quien lo quiera, que lo compre. Decidió no torear a su
primero, al que mató penosamente, mientras que, con el quinto, dejó ramalazos de
su locura, de su originalidad, de su transparencia. Una oreja y el detalle de
sacar a hombros a un compañero reaparecido, a Esplá.
La corrida de Zalduendo, bien presentada,
rozó el aprobado. Sin resultar extraordinaria, mansa en el caballo, desarrolló,
en general, movilidad y varios toros humillaron con clase. El tercero fue
premiado con la vuelta al ruedo. Habría sido una corrida vulgar en manos de
otros toreros. Pero, cuando hay personalidad, bien escaso, incluso una corrida
mediocre se vuelve brillante.
Fotos de Isabelle Dupin
Cuando arrastraron al sexto toro, sobre
el ruedo se desdibujaba la silueta de una cruz, de un corazón y de un ancla. Fe,
caridad y esperanza. Porque, incluso las mayores obras, las más bellas, son tan emocionantes como efímeras, igual que las fantasías artísticas del maestro Esplá. Que si el sueño de la razón produce monstruos, el sueño de la locura produce toreros majestuosos.