La otra tarde, a esa hora en la que todo es calma, entré en la iglesia de Santa Ana, la catedral de Triana. Era un lunes de marzo, y los chiquillos, aún vestidos con el uniforme escolar, jugaban a la pelota en la calle Vázquez de Leca. Desde la iglesia vacía, se escuchaba la voz de los niños y el botar del balón. El olor a barrio se mezclaba con del incienso y los cirios ardiendo. También se oía el piar desenfrenado de los gorriones, que buscaban sitio en las ramas del inmenso árbol de la plazuela de Santa Ana. Un matrimonio entró en la iglesia con una percha entre las manos. De ella colgaba lo que parecía el camisón de un bebé. Fueron directos a un lateral del altar y, allí, sin mediar palabra, bajaron la figura de un Niño Jesús al que comenzaron a vestir con esmero. La mujer se encargaba de cuadrar las mangas mientras el hombre le anudaba el cierre a la espalda. Eran como dos críos con su muñeco.
En el Altozano, otros niños se arremolinaban alrededor de Rafael y su coche de fantasía donde, como cada año, había instalado una estampa de Semana Santa en miniatura. En un lateral, bajo el escudo del Betis, podía leerse, incluso, un homenaje a Marifé de Triana, recientemente fallecida: "La más grande la copla vivió aquí. Los sevillanos, todos los españoles y el mundo entero te recordamos. Que Dios te tenga en la gloria". Y precisamente hoy, en este Domingo de Resurrección y Gloria, se me agolpan todos estos recuerdos.
Calle de las Sierpes,
donde están las sillas,
donde está mi infancia
recién fallecida,
jugando ¡la pobre!
a las cuatro esquinas,
de cuerpo presente,
con mi historia encima.
Calle de las Sierpes,
por Cerrajería.
Nazarenos negros
de la pena mía
(toca sus cornetas
la caballería),
soldados romanos
de plata y en filas,
húsares usados
igual que mi vida
gastada en el limpio
aire de Sevilla.
Vuelve lo perdido,
con las cofradías.
Mi alma no puede
con su Cruz de Guía.
Llevo en la garganta
saetas partidas,
y en la sangre el triste
tambor de los días.
Calle de las Sierpes,
por Cerrajería.
Nazareno negro
de la pena mía,
ya no hay caramelos
en tu canastilla,
ni gotas de cera
en mis manos frías.
Nazareno negro,
suéltate la hebilla
para que yo vuelva
a mis niñerías.
(Una vida menos
por Cerrajería).