sábado, 19 de abril de 2014

Siempre nos quedará Macondo


"Leí que ella viajó en su juventud por muchos pueblos donde fue recolectando recuerdos gratos. Pero cuando volvió a su pueblo, mucho tiempo después, ya no pudo reconocerlo tal como fue su hogar, por lo que cuando tuvo que pasar por los pueblos por donde fue feliz, decidió eludir y evitar mirar, para guardar sus recuerdos tal y como los veía en sus nostalgias" (El amor en los tiempos del cólera).
 

Decía Gabriel García Márquez que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Tras leer la vida contada por García Márquez, el olor de las almendras amargas nos recuerda siempre el destino de los amores contrariados. Es inevitable.
 

Seis años después de El coronel no tiene quien le escriba (1961), la mejor obra de Gabo fue la que publicó en 1967, Cien años de soledad. En esto consistió parte de su grandeza y de su desgracia. No superar aquella tarde remota en la que el padre de Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo. Bastante tiempo después llegó El amor en los tiempos del cólera (1985) y, al final, otras novelas con más pena que gloria. Me atrevería a afirmar que la carrera de García Márquez se resume en estos tres grandes títulos, ni uno más, pero tan colosales que resulta difícil olvidar cuándo y dónde leímos por primera vez la historia de Macondo, reflejo literario de Aracataca. Como aquella mujer de El amor en los tiempos del cólera, que decidió no volver a pasar por los pueblos donde fue feliz, aunque a veces he sentido la tentación de regresar a Macondo, de leer de nuevo su historia, he desistido antes de abrir la solapa del libro. Macondo sobrevive en la imaginación de los lectores, cada uno diferente del otro. No hay que abusar de la magia. Ése es el secreto. 
 
 
"Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita" (Cien años de soledad).
 

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