Algunos días de fiesta religiosa, cuya celebración tenía resonancia particularmente local o familiar, fiestas que siempre caían durante el verano, salía el niño por la mañana, camino de la iglesia. Unas veces le llevaban a la catedral, otra más lejos, a algún barrio popular, nunca o raramente visitado, donde estaba la iglesia en cuestión, y en ocasiones hasta había que atravesar el río, cuya densa luminosidad verde parecía metal fundido entre las márgenes arcillosas.
Qué aire inusitado cobraba todo. Era primero lo de ir y volver en horas cuando ya comenzaba a apretar el calor, porque las salidas veraniegas acostumbradas se hacían al caer la tarde o a la noche. Luego lo de ir por las calles matinales, entoldadas unas, otras descubiertas hacia el cielo radiante, cuyo igual no encontraría después en parte alguna. Por último lo de mirar al paso y de cerca la actividad tranquila del barrio popular y del mercado.
Cuánta gracia tenían formas y colores en aquella atmósfera, que los esfumaba y suavizaba, quitándoles a unas dureza y a otros estridencias. Ya era el puesto de frutas (brevas, damascos, ciruelas), sobre las que imperaba la rotundidad verde oscuro de la sandía, abierta a veces mostrando adentro la frescura roja y blanca. O el puesto de cacharros de barro (búcaros, tallas, botellas), con tonos rosa o anaranjado en panzas y cuellos. O el de los dulces (dátiles, alfajores, yemas, turrones), que difundían un olor almendrado y meloso de relente oriental.
Pero siempre sobre todo aquello, color, movimiento, calor, luminosidad, flotaba un aire limpio y como no respirado por otros todavía, trayendo consigo también algo de aquella misma sensación de lo inusitado, de la sorpresa, que embargaba el alma del niño y despertaba en él un gozo callado, desinteresado y hondo. Un gozo que ni los de la inteligencia luego, ni siquiera los del sexo, pudieron igualar ni recordárselo.
Parecía como si sus sentidos, y a través de ellos su cuerpo, fueran instrumento tenso y propicio para que el mundo pulsara su melodía rara vez percibida. Pero al niño no se le antojaba extraño, aunque sí desusado, aquel don precioso de sentirse en acorde con la vida y que por eso mismo ésta le desbordara, transportándole y transmutándole. Estaba borracho de vida, y no lo sabía; estaba vivo como pocos, como sólo el poeta puede y sabe estarlo.
LUIS CERNUDA, de su libro "Ocnos".
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