"Luis Cernuda evocaba siempre a Sevilla a la sombra de un magnolio en flor..." (Antonio Burgos)
Se entraba a la calle por un arco. Era estrecha, tanto que quien iba por en medio de ella, al extender a los lados sus brazos, podía tocar ambos muros. Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse en el dédalo de otras callejas y plazoletas que componían aquel barrio antiguo. Al fondo de la calle sólo había una puertecilla siempre cerrada, y parecía como si la única salida fuera por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul.
En un recodo de la calle estaba el balcón, al que se podía trepar, sin esfuerzo casi, desde el suelo; y al lado suyo, sobre las tapias del jardín, brotaba cubriéndolo todo con sus ramas el inmenso magnolio. Entre las hojas brillantes y agudas se posaban en primavera, con ese sutil misterio de lo virgen, los copos nevados de sus flores.
Aquel magnolio fue siempre para mí algo más que una hermosa realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces la deseara de otro modo, más libre, más en la corriente de los seres y de las cosas, yo sabía que era precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes daban a la hermosura tan alta calidad. Su propio ardor lo consumía, y brotaba en la soledad unas puras flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un dios.
Luis Cernuda
Como escribió en su día Antonio Burgos, el mejor monumento que Sevilla puede dedicarle a Luis Cernuda es el monumental magnolio que crece en la esquina de la Catedral, frente a Correos. Tristemente, esta primavera apenas da flores porque nadie lo cuida. ¿Quién salvará al magnolio?
Las manos amorosas de una mujer loreña, que saben de la calor del solano, han cortado tres flores de un magnolio de la Dehesa de Tablada, por donde el mismo río de su pueblo anda ya más cerca de la mar, y me las han traído hasta el escritorio, como una despedida de la primavera. Orgullosas, altivas, rotundas, traen las tres magnolias solitarias la compaña breve del tallo que en el árbol las sostuvo, con unas pocas, lustrosas hojas como para alancear la tarde. Tienen la color tan blanca que de azúcar cande parecen. O no. Son de terciopelo blanco del manto de una reina de cuentos infantiles. Como la túnica de los mercedarios de la cofradía de Pasión, parece ahora que están en el cristal de su florero como escapadas de las esquinas de un paso de gloria, y en su color recuerdan a todas las flores blancas de Sevilla, al furtivo azahar de marzo, al abrileño jazmín , los agosteños nardos de la Virgen. Hay una Sevilla de flores blancas y una Sevilla de flores de color. Una Sevilla de magnolias y una Sevilla de buganvillas, una Sevilla de acacias y una Sevilla de jacarandas.
Quizá hayan sido las jacarandas, mujeres que amo, las que me hayan traído hasta el escritorio estas tres magnolias como una despedida. O quizá sean el tiempo detenido en el baile de los seises. Yo recuerdo tardes de silencio y campanas, de pregones por las esquinas, cuando estaba ya florecido el magnolio del Alfolí, frente a Correos [...].
Antonio Burgos
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