La plaza de Madrid da y quita todo. A veces, en la misma tarde, como esos viejos y elegantes casinos europeos de finales del siglo XIX donde los nobles salían siendo pordioseros, y los pobres, burgueses. Los toreros no se convierten en figuras hasta que no entran en Madrid, en el corazón de la antojadiza afición de Madrid. Miguel Abellán tomó la decisión de sentarse solo en la mesa de la ruleta, apostó y, milagrosamente, no ganó, pero tampoco perdió. Cuando pisó el ruedo envuelto en un capote de paseo negro y oro, se santiguó y elevó la mirada hacia los tendidos, recibió una ovación reluciente, tan clamorosa como la que le tributaron terminada la tarde y abandonaba Las Ventas, a pie, por el patio de caballos. El jugador quedó en tablas.
Abellán fue, en todo momento, un tahúr sobrio, competente y digno, conocedor de su oficio, con el pulso firme y la cabeza despejada. Durante su apuesta, el azar quiso que le salieran dos tiradas ganadoras, Sospechoso y Burganero, el primer y tercer toro del Puerto de San Lorenzo, ovacionados en el arrastre. Con Sospechoso, que llevaba el hierro de La Ventana del Puerto, el torero realizó, quizá, su faena más profesional, conduciendo las embestidas con facilidad. Mató de una estocada trasera, el de Atanasio-Lisardo tardó en caer y del tapete, por arte de birlibirloque, desapareció una oreja que ya estaba ganada.
La bolita de Burganero salió, en los primeros tercios, fría y abanta, tanto que el varilarguero de la contraquerencia, Tito Sandoval, se quedó sin picar porque el toro se enceló con el que cerraba puerta. En banderillas, aumentó la incertidumbre, sin embargo, Abellán lo vio claro, cogió la montera con determinación y brindó la mano a ese público de Las Ventas que seguía con él. El único brindis de la tarde. Con la muleta en la derecha, el de Usera se acopló de inmediato al tranco de Burganero, un derroche de nobleza y fijeza. Un comienzo de faena con mucha torería y, después, dos grandes series. Con la izquierda, la bolita de la suerte empezó a oscilar, no obstante, el jugador retomó las riendas a tiempo en un final de muletazos genuflexos, muy bellos. La oreja, o quizá las dos, asomaban en el paño del crupier cuando, en mitad de un profundo silencio, Abellán pinchó arriba, truncando así toda la partida. Ovación para Burganero en el arrastre y ovación cerrada para el matador, que debió dar la vuelta al ruedo.
Desde entonces, la jugada se puso cuesta arriba. En la bolsa del Puerto de San Lorenzo ya no quedaban más bolitas de la suerte y la fatiga comenzó a asomar en el rostro del jugador. Cuando el casino apagó sus luces con el arrastre del sexto toro, Abellán se levantó de la mesa de la ruleta, decepcionado pero entero, y abandonó el círculo con una única ganancia: un ramo de claveles blancos que le lanzó una partidaria leal.
Fotografías de Juan Pelegrín
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