Como en un puzzle perfecto donde, milagrosamente, encajaran piezas de distintas procedencias, el día de toros ideal estaría compuesto por el apartado en los corrales de Bilbao, el previo al festejo en Pamplona y la corrida en Madrid. Cada San Fermín, del 7 al 14 de julio, a las cinco y media de la tarde, la banda de música "La Pamplonesa" arranca su melodioso paseíllo desde la Plaza Consistorial. Durante su recorrido por la calle Chapitela, gente de toda condición se une a la comitiva, que desemboca en la Plaza del Castillo. El público baila, al son de pasodobles, las sortijas del repertorio: La Giralda, Amparito Roca, El tío Caniyitas o Viva El Maera. De esta manera, Pamplona, con su pañuelo rojo atado al cuello, durante esta procesión pagana, escolta a su banda hasta la puerta de la Plaza de Toros, donde los músicos se funden con las peñas.
Cuando la corrida da comienzo a las seis y media, los tendidos reverberan, cuajados de camisas blancas que reflejan la luz estival. Una ilusoria frontera separa el sol de la sombra, convirtiendo el ruedo en una trinchera donde los toreros pechan con los pitones más pavorosos de nuestras ganaderías. Sin embargo, el armisticio entre las dos mitades de La Meca resulta impecable: el sol jamás molesta a la sombra, ni la sombra increpa al sol. A lo sumo, al cuarto toro, un avioncito fabricado con papel de aluminio y olor a chorizo puede aterrizar en los tendidos de penumbra. En eso consiste la regla no escrita de las fiestas de San Fermín: llegar hasta el límite de tu propio desenfreno sin importunar al vecino. Así, unos beben vino mientras otros se lo tiran por encima. Locuras bendecidas por el santo que reside en la parroquia de San Lorenzo.
Dice un amigo que los Sanfermines son las fiestas más alegres del mundo. Probablemente tenga razón. Yo también añadiría que son las más acogedoras. Por ello, el próximo año prometo volver a lucir el pañuelico rojo.
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