En el año 1926, tras un viaje a Nápoles, Gómez de la Serna, don Ramón, remató su ocurrente y grotesca novela "El torero Caracho", donde el toro de la greguería asoma en todos los capítulos, virtuosamente escritos, oscilando del humor a la amargura. Como la mitad de los lectores del blog ya están de vacaciones -y la otra mitad las rumia-, durante el mes de julio publicaré algunos fragmentos de "El torero Caracho", lectura muy recomendada para este tiempo jovial.
Brindis imaginarios a los balcones cerrados, creencia petulante de chico que cree que de todas partes le miran, incitación de las camisas de puntilla colgadas de algunas ventanas, miradas lánguidas de las hijas de las otras porteras que lo miran todo apoyadas en el quicio de las puertas, todo fue creando en Caracho la obsesión y el orgullo de la torería.
Los primeros toques valientes en el testuz cálido los dio a las vacas de la lechería de más abajo, que volvían a la tarde de los pastos de todo el día, sonando el río de sus cencerros y ensanchando la calle como la ensancha todo el miedo [...] El vaquero, más peligroso que la vaca, le amenazaba con su vara fresnera; pero Caracho sabía dar otro quite al vaquero, que no le perseguía porque sabía muy bien que era el hijo del guardia.
Su mayor deseo era el de conseguir un par de cuernos de esos que parecen tirar todos los días de las carnicerías, pero que es muy difícil que guarde el carnicero al niño inquieto [...] "Seré torero pase lo que pase", se decía Caracho jurándoselo detrás de la puerta de su portal, en el ángulo triste de la verdad y el contador del agua.
[...] El primer traje de luces que usó Caracho lo compró en el Rastro, donde estaba sobre la silla que quedaba al lado del lecho del suicida, con sus ropas últimas colgadas para no volvérselas a poner. ¿En qué portería se habría cosido poco a poco aquel traje? De hijo de portera a hijo de portera, la predestinación no hacía más que cambiar de cuerpo.
Los bombones de gloria que madroñaban el traje estaban envueltos en su especial papel dorado y se descubrían abalorios que venían a jugar bien con el oro y eran como los ojos del pez fantástico. Pendientes de un color rosa pálido que parecían haber sido de unas muchachas que se murieron, completaban los alamares y arracadas.
Sesenta pesetas le valió el traje de aquel sorche del torero que se despachó al otro mundo. Tenía dos o tres desgarraduras que le daban cierta mala pata; pero conque no se abriesen de nuevo los costurones todo estaba arreglado. Para clasificar aquel traje un crítico taurino dijo "piojo y oro".
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