"Instantáneamente, en un abrir y cerrar de ojos, certero e inexorable como el Destino, el toro se le vino encima. Antes que él lo vio la gente; más que sentir su cogida, la vio en los ojos espantados de la muchedumbre. El alarido de ésta hizo recular al toro; pero el hombre estaba en el suelo, y fuerte mancha roja cubría uno de los muslos".
En 1915, Eugenio Noel ya describió las cornadas de David Mora, Antonio Nazaré y Jiménez Fortes. Antes que ellos, por supuesto, otros muchos hombres cayeron. Y así, gota a gota, desgarro a desgarro, golpe a golpe, temblor a temblor, la Fiesta ha sobrevivido a través de los siglos. Nada nuevo bajo el sol, sin que esta costumbre reste un ápice de dramatismo a la tragedia. Algunas tardes, Las Ventas se antoja lúgubre, como una masa de adobe y miedo.
En torno a la enfermería de la plaza, a la caída de la tarde, se formó un muro macabro. Cuadrillas, periodistas, curiosos. Con los tres matadores en el hule, la fiesta se había aguado y había que resarcirse con emociones nuevas. El grito dado por la muchedumbre parecía oírse aún por los pasillos del tendido 4. Contaba un viejo matador que para ser torero no se necesitaba corazón, sino tripas y tipo.
Aunque en nuestro mundo aséptico este espectáculo, a veces tenebroso y siempre bárbaro, prácticamente no tiene cabida, la Tauromaquia se alimenta de cornadas. Pronta recuperación, pues, a todos los matadores heridos, con la gratitud y admiración de los aficionados.
Fotos: Alberto de Isidro
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