Esta es la historia de una prostituta a la que llamaban "La Torera" y del general, de ascendencia española, Antonio López de Santa Anna, "El Napoleón de América", un hombre corrupto y de incontables vicios. El episodio, narrado por José de J. Núñez y Domínguez, se desarrolla en la Ciudad de México durante la primera mitad del siglo XIX.
[...] La afición del funesto dictador por el bello sexo era desmedida: tan grande como la que sentía por las peleas de gallos. No paraba mientes ni en pelos ni en tamaños. Un día, al salir del famoso palenque de San Agustín de las Cuevas, su mirada de águila se detuvo en una de tantas “margaritas”, que así se llamaba entonces a las mujeres de mala vida, que a la puerta de la plaza lucía el agresivo castor de su falda de “china”, sus chinelas de raso amarillo, su bordada camisa, su banda de flecos de plata y su rebozo “palomo”.
La apiñonada carne de sus mórbidos brazos y sus rotundas pantorrillas, el gracioso óvalo de su rostro horadado por dos hoyuelos incitantes, sus pupilas corvinas y sus cabellos nigérrimos recogidos en dos gruesas trenzas, cautivaron desde luego al dictador, que, acostumbrado a apoderarse de aquello que le gustaba, ordenó a uno de sus edecanes o “rufianes de banda verde” como les decía el vulgo, averiguara quién era aquella moza y la emplazara para sitio conveniente y propicio.
Desastrosos fueron los informes que recibió Santa Anna acerca de aquella sacerdotisa del placer. Era una muchacha como tantas otras, a quien apodaban “La Torera”, porque desde su adolescencia había rodado de torero en torero y siempre andaba entre gente de coleta. Se decía que el célebre espada español Bernardo Gaviño fuera su primer amante y que muchas veces habíalo acompañado por distintas ciudades de la República cuando Gaviño iba a lidiar reses bravas aún desafiando a las partidas de indios bárbaros en las regiones del Norte.
No obstante ello, el dictador se empeñó en que fuera suya, presa de uno de esos accesos de satiriasis que eran frecuentes en él. Y una hermosa tarde, vestido pomposamente con su uniforme de Generalísimo, descendió de su espléndida carroza frente a una casa de arrabal, que era su “garçoniere” y cuyo aspecto exterior no denunciaba el lujo con que se hallaba amueblada por dentro. Era el sitio escogido por Santa Anna para dar rienda suelta a sus instintos bestiales.
Ahí estaba ya “La Torera”, que con gran desparpajo recibió la presidencial visita.
Y tantos mimos y zalamerías empleó la antigua barragana de Gaviño con el dictador, que lo hizo despojarse de su brillante casaca, constelada de cruces y condecoraciones, de su albo chaleco de áureos botones y de su sombrero montado. Y así lo introdujo a la próxima alcoba, suplicándole que permaneciera allí en tanto que ella se ocupaba en cualquier menester; pero la pizpireta muchacha inmediatamente que desapareció el General se puso el chaleco, se encasquetó el sombrero de plumas tricolores, se enfundó en la levita llena de fulgurantes entorchados y empuñando el bastón que remataba un topacio, que usaba el dictador, abrió la puerta, se escapó de la casa y se fue a vagar por las principales calles de la ciudad de México.
Y como todo el que le preguntaba le decía la procedencia de aquellas fastuosas prendas, no hay para qué expresar el asombro, la sensación y las risas que provocó aquella salida de la popular hetera.
Cuando llegó a oídos del dictador la burla de que era objeto, fue acometido de un ataque agudo de rabia y los edecanes procedieron inmediatamente a aprehender a la despreocupada “margarita”.
La conseja no cuenta qué castigo se impuso a “La Torera”, pero es fama que desde ese día no se la volvió a ver por ninguna parte.
JOSÉ DE JESÚS NUÑEZ Y DOMÍNGUEZ
"Historia y Tauromaquia Mexicanas" (1944)
"Historia y Tauromaquia Mexicanas" (1944)
Durante un enfrentamiento entre las tropas francesas y mexicanas en Veracruz en 1838, Santa Anna perdió una pierna. Hábilmente, el Napoleón de América ordenó que se organizara una ceremonia en honor de su extremidad caída en combate y el pueblo, conmovido por su sacrificio, lo aclamó como héroe de la Patria. Un crédito que tardó poco en destruir cuando, cuarenta días después del fallecimiento de su mujer, Santa Anna se quitó prematuramente el luto para casarse con la señorita Dolores Tosta. Si la vida son dos días, sólo hay una noche... así que vámonos de fiesta.
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