"Maldito el día en que decidieron empaquetar un Donut". En 2009, en un arrebato de modernidad, Panrico invirtió una fortuna en I+D para colocar en el mercado bollos envasados al vacío, en vez de seguir vendiendo los productos "del día" en panaderías y bares, su punto fuerte. Fue la causa del naufragio de la compañía, que quedó al borde del preconcurso de acreedores. Con el agua al cuello, los nuevos gestores de Panrico han reconocido su error y han vuelto a vender sus clásicas rosquillas agujereadas dentro de cajitas de cartón. Ha quedado demostrado que el secreto de su éxito se esconde en los bollos duros que, de una mojada, chupan todo el café y parte de la taza.
Aunque los donuts llegaron a España hace 50 años de la mano de Andrés Costafreda -inventor, también, del Bollycao-, toda esta bollería de inspiración norteamericana me resulta tosca y chabacana. Donde sirvan un buen croissant, un bollo de leche o una magdalena de toda la vida, que se quite el donut. ¿Existe algo más exquisito a primera hora de la mañana que la bollería fina y esponjosa, recién horneada, poco grasienta y sin exceso de azúcar, que todavía se encuentra en algunas tahonas? Hace poco, los dueños de la pastelería soriana Barranco me recordaron el maravilloso olor y sabor de la bollería clásica. En su pequeña mantequería, mientras te ponen un café, van sacando bandejas llenas de croissants dorados, resplandecientes napolitanas y quebradizos suizos.
Lástima que estas delicias estén perdiendo la batalla ante la panadería industrial y la moda de los muffins y cupcakes. ¿Cuál será el próximo tormento a la hora del desayuno? Según se rumorea, los cronuts, un engendro mitad donut, mitad croissant.
La serie "Sexo en Nueva York" fue la responsable
de la moda de los dichosos cupcakes
de la moda de los dichosos cupcakes
La buena bollería es, como la sintaxis, una cualidad del alma. Poesía pura. Sirva como demostración que uno de nuestros mejores literatos, uno con mucha miga, Pío Baroja, antes de convertirse en novelista fue panadero en Madrid.
"En la tahona, para comenzar el aprendizaje le pusieron en el horno a ayudar al oficial de pala. El trabajo era superior a sus fuerzas. Se tenía que levantar a las once de la noche, y comenzaba por limpiar con una raedera unas latas de hierro, en donde se cocían bollos, pasándolas, después de frotadas, con una brocha untada en manteca derretida; hecho esto, ayudaba al oficial de pala a sacar la brasa del horno con un hierro; luego, mientras el hornero cocía, iba cogiendo tablas pesadísimas, cargadas de panecillos, y las llevaba del amasadero, a la boca del horno; y cuando el oficial metía los panecillos dentro, volvía Manuel con las tablas al amasadero. A medida que el pan salía del horno, lo mojaba con un cepillo empapado en agua, para dar brillo a la corteza. A las once de la mañana se concluía el trabajo, y en los intervalos de descanso, Manuel y los trabajadores dormían. La vida allí era horriblemente penosa.
[…] La vida en la tahona era antipática y molesta; el trabajo, abrumador, y el jornal, pequeño: siete reales al día. Manuel, no acostumbrado a sufrir el calor del horno, se mareaba; además, al mojar los panes recién cocidos se le quemaban los dedos y sentía repugnancia al verse con las manos infiltradas de grasa y de hollín. Tuvo también la mala suerte de que su cama estuviese en el cuarto de los panaderos, al lado de la de un viejo, mozo de la tahona, enfermo de catarro crónico, por la infiltración de harina en el pulmón, que gargajeaba a todas horas".
(Pío Baroja, "La Busca", 1904)
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