Afirmaba el escritor, diplomático, profesor y cartelista Ernesto Giménez Caballero que su vocación secreta siempre fue la de torero, tocador de guitarra y caballista. Pero decía también que en las vocaciones fracasadas residía el origen del arte: "dime lo que has soñado ser y te diré cómo escribes". No en vano, definía su estilo como un espontáneo que se quita la chaqueta y se tira al redondel. Quizás por ello, fue uno de los primeros impulsores del surrealismo en España...
"Hasta hace pocos años, yo había ido consiguiendo refrenar
–al llegar la primavera española– una voluptuosidad obsesionante que me
ascendía por las entrañas con más apetito que un apetito sexual […] Me aparecía
inexorablemente tal libido, se hacía esta confluencia estacional del año
español en que ahora estamos: cuando la Semana Santa, el primer sol fuerte y
las primeras corridas de toros llenan el aire nuestro de un temblor como
trágico.
A fuerza de rechazar ese ansia vaga –pero bárbara y hermosa– a las alcantarillas de mi ser, obtuve lo que se obtiene de todo frenazo: un desviamiento, una perversión. O –hablando idealmente– una pedantería. Me refiero con estas elipses a la querencia primaveral «de ir a los toros», de ir de «sangre y fiesta», que omniprimaveralmente me sacude los nervios sin apenas poder remediarlo.
[…] Afortunadamente, una inmersión de aquel instinto mío en
una coyuntura ocasional de toros, me sanó de repente y me devolvió la salud.
Haciéndome ver claro que lo que yo intentaba era estrangular un signo prócer de
mi casta: la afición táurica. Y que aquello que yo estimaba como libido
infantil y pecaminosa era nada menos que un egregio cordón umbilical tendido
entre mi alma y las almas antiguas y aristocráticas del mundo (pongamos la de
Teseo, por ejemplo, el matador de Maratón). Lazo umbilical que una tradición
piadosa y espléndida me había conservado selectamente, para mi casta,
diferenciándola así de otras castas auténticamente bárbaras, modernas,
humanitaristas y pedantes.
[…] He ido a los toros recién nacido y en mantillas. De niño
he visto tripas despanzurradas de caballo y hombres traspasados de muerte. Sólo
dejé de ir a los toros en un periodo crítico y pedante en que me sentí
"institucionista". Cuando en la Universidad me dijo algún maestro que
las corridas eran una fiesta antieuropea, antiprogresista y bárbara, pero me
duró poco.
[…] Los toros son el último refugio que resta a la España
heroica, audaz, pagana y viril, ya a punto de ser asfixiada por una España
humanitarista, socializante, semieuropea, híbrida, burguesa, pacifista y
pedagógica. Los toros son el último reflejo del español que se jugó la vida en
aventuras, que conquistó América, que invadió dominador la Europa del
Renacimiento.
Ennoblecer de nuevo esta fiesta, extraer su esencia mítica,
es la labor de los nuevos españoles, consecuentes de un pasado y de un
porvenir: orgullosos y leales de una gran tierra milenaria, como España.
[…] La única diferencia entre el escritor y el torero es que
un día éste puede retirarse del peligro y vivir ya sin público y sin toro. Pero
el escritor no. Necesitamos hasta el final una idea que nos embista y alguien
que nos contemple. Y si el escritor no lleva coleta y no necesita cortársela es
porque siempre tenemos una coletilla para rematar nuestra faena".
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