“¡Boooolinhas! ¡Con crema, sin
crema, con chocolaaate! ¡Boliiiiinhas!”.
Así canta su pregón, cada mediodía, el bolinhero de la playa. Camina por la arena, ya haya bajamar o marea llena, portando dos grandes cajas blancas forradas con alegres dibujos infantiles: una palmera, un mono, un coche de carreras, un hipopótamo, un barco pirata. En los laterales delanteros, con pintura negra, se lee el contenido de los arcones: “bolinhas”.
El bolinhero es portugués, flaco y
moreno. Viene de Vila Real de Santo António, al otro lado de la
desembocadura del Guadiana. Lleva once años vendiendo dulces
artesanos por la playa. Le llamamos y abre sonriente la tapa de una
de las cajas que ha posado sobre la arena. A juzgar por el tamaño de
la mercancía, el diminutivo “bolinhas” -“bolitas” en
español- resulta inexacto, pues asoman buñuelos del calibre de un
puño, rellenos de crema o chocolate. De los simples ya no quedan.
Como buen portugués, introduce las “bolitas” delicadamente y con
parsimonia en una bolsa de plástico transparente. Cada bolinha a un
euro. Muito obrigado.
En la orilla, con los pies dentro del
agua salada, probamos una de chocolate. Se parece a nuestras
berlinesas, fritas, doradas y crujientes por fuera, mientras que el
interior queda hinchado y esponjoso. Rompe una ola y, como impulsada
por la marea, asoma una nuez con olor a cacao y avellana. De pronto,
se levanta la brisa de poniente y algunos granos de arena se mezclan
con el azúcar glass que recubre la bolinha. El bolinhero ya se ha
marchado, pero el viento a favor reparte su voz grave, de pregonero
antiguo, por toda la playa: “¡Boooolinhas! ¡Con crema, sin crema,
con chocolaaate! ¡Boliiiiinhas!”.
Las vacaciones se han terminado. La
taberna de Contraquerencia vuelve a abrir una temporada más. Sean
bienvenidos los parroquianos habituales.
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