En el atardecer cobalto y oro, al cabo
del largo reguero de sangre que dejaba en el mar el sol arponeado,
una extraña nave redonda, una urca gigantesca, una fragata
desabolada, un navío de tres puentes escapado de Trafalgar, un
Holandés Errante varado en la playa, la bota que vio Noé, harto de
agua, carpinteara con las cuadernas y los baos del arca desguazada,
aparecía entre bancos de arena y cubos de granito, empavesada de
grímpolas y coronada de gaviotas. Era la plaza de madera.
[…] En el vacío causado por las diez
mil respiraciones contenidas se ampliaba el rumor del mar que lo
invadía todo, transfigurando el aire, entretejiéndole súbitos
tornasoles. De las playas venía, rugiendo y rampante, un viento
leonado sacudiéndose la crin de arena.
Fue como si un golpe de mar irrumpiera
en el ruedo, y en medio de la polvareda salina, olorosa a cieno y
heno, a barco hundido y marisma anegada, saltó a la arena un toro
cárdeno, irisado como un delfín. Al salir de los chiqueros
submarinos debía de haberse llevado por delante una enredadera de
algas, a juzgar por los hilos transparentes que le colgaban del
morro. Bramaba y jadeaba como si, en efecto, fuera el agua su
elemento y fuera de ella le faltara la respiración. Pez en seco,
corazón arrancado, era tal su condición marina que, más que toro,
era el propio mar que invadía la plaza para incorporarla a sus
dominios.
[…] Pocas veces se había visto en
aquella plaza un toro de aquel poderío. Toda la fuerza del mar
estaba en él represada, con sus trombas como torres y sus olas como
murallas; toda la fuerza del mar reducida, apretada en un cárdeno
ovillo de músculos y afilándose en dos puntas mortales.
Fragmento de la novela "Los agujeros negros", de Aquilino Duque
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