Sobre los escombros de lo que había sido el convento de Nuestra Señora de la Piedad, a finales del siglo XIX, emergió en el centro de Madrid el Café de Fornos, lujosamente decorado al estilo Luis XVI. Tenía muebles de caoba, señoriales divanes, una espectacular alfombra de terciopelo blanco, estatuas de bronce, techos pintados y de sus paredes colgaban grandes espejos, además de cuatro pinturas con alegorías al té, al café, al chocolate y a los licores y helados. A partir de 1870, el Café de Fornos -inaugurado por la mano derecha del Marqués de Salamanca, el empresario José Manuel Fornos- fue frecuentado por aristócratas (el rey Amadeo de Saboya, por ejemplo), literatos (Azorín, Pío Baroja, Manuel Machado, Hemingway, etc.), artistas, espías (Mata Hari) y, un poco más adelante, toreros y cantaores flamencos. Eduardo Zamacois escribió que aquel café de la Calle Alcalá tenía, conjuntamente, "mucho de teatro y algo de iglesia", pues mezclaba un indudable ambiente distinguido con cierto toque bohemio.
El Fornos permanecía abierto incluso de madrugada, para llenar los estómagos vacíos de los espectadores que salían de los teatros. Este amplio horario también provocó que recalaran noctámbulos y mujeres de toda condición. Algunas crónicas hablan de fiestas ininterrumpidas durante varios días en los reservados de la planta baja. Así arrancaba un artículo de Julio Burell titulado "Jesucristo en el Fornos":
Bajaba hasta la calle, como catarata de
la orgia, el estruendo de aquella dorada locura que allá en lo alto,
en el confortable rincón del restaurante a la moda, se anegaba
enchampagne e y se ahitaba de besos, de trufas y de ostras.
-¡Que la Peri de cuatro pataítas
sobre la mesa!... ¡Que Lucy baile con Gorito Sardona el pas a
quatre-, gritaban como energúmenos los jóvenes alegres.
Y mientras Polito estampaba con sus
labios borrachos un cómico beso sobre la frente de Matilde, y
mientras Malibrán pasaba su brazo por el talle de Susana, la voz de
viejo Cisneros dejóse oír formidable y terrible:
-Hijos míos -exclamó, adoptando
actitudes tribunicias-, sois unos sinvergüenzas; no valéis para
nada; viejo y todo, estoy seguro de que estas nobles damas me
encuentran más guapo y más fuerte que vosotros…
Un aplauso formidable, un ¡hurra!
entusiasta respondió a las palabras del sátiro...
Sin embargo, el cliente más querido del Fornos, donde pasaba todas las noches, fue un perro negro: el callejero perro Paco, que resultó bautizado con champán por el Marqués de Bogaraya cuando éste celebraba su onomástica en el animado café el día de San Francisco de Asís. Al perro Paco le entusiasmaban los toros y, según cuentan las crónicas, ocupaba una localidad en el tendido 9 de la antigua Plaza de Madrid.
Durante una corrida en junio de 1882, un novillero nefasto pegó un monumental petardo y Paco, indignado, se lanzó al ruedo para protestar entre las pantorrillas del diestro. Éste, visiblemente enfadado, estoqueó al perro, que murió un poco después. Este incidente enervó aún más al público, que casi lincha al novillero mataperros. Paco fue disecado y expuesto en numerosos locales madrileños, hasta que se enterró, según la leyenda, en El Retiro.
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