"Soy de la raza mora, vieja amiga del sol,
que todo lo ganaron y todo lo perdieron"
(Manuel Machado)
La siguiente historia está sacada del libro "Los machos de los toreros", escrito en 1978 por José Pagés Rebollar. En ella se narran los comienzos de Luis Castro "El Soldado", que llegó a ser un ídolo en el México taurino. Como siempre, le agradezco a Xavier González Fisher que me haya mandado este maravilloso "papelito" sobre un torero, un hombre humilde, que conserva el recuerdo de un sueño bien vivido.
De la miseria te puedo decir muchas
cosas. Allá en Mixcoac la situación económica de mi familia era
muy mala porque mi padre, mecánico de autos, era un irresponsable
que no nos mantenía; mi madre vendía comida en un lugar llamado "La
Cima", donde hacían parada los camiones, y sólo nos fue mejor
cuando yo trabajé de "morrongo" por dos pesos a la semana
que entregaba íntegramente a la "jefa".
[…] Como ya te imaginarás, el ambiente donde crecí era un poco taurino y yo saliendo de la "chamba", me iba pa'los terrenos donde lidiaban los Matadores, nomás pa'ver, hasta que un día, ya muy entrada la tarde, Carmelo Pérez (a quien le decían " El Loco" aunque realmente se llamaba Armando) me aventó la capa y me gritó: "Andale, chavo, dale unos capotazos a este zaino. ¿O tienes miedo?". El miedo me lo tragué de golpe. Cogí el trapo y parado frente al toro supe instintivamente que tenía cualidades para ser Torero, para llegar a Matador de toros y así me ganó de golpe la afición por el arte.
Ya decidido me presenté con mis padres
para pedirles permiso y ellos, ofendidos, me corrieron de la casa porque creían que ser
torero equivalía a ser un vago, un "bueno para nada"
aunque lo más duro para ellos, de seguro, era perder los 2 pesos que
ya ganaba como "morrongo".
Chiquillo empecé a rodar por la vida.
Sin casa, me quedaba a dormir en los coches de "sitio"; sin
amigos -porque todos los principiantes jamás los tienen— me le
arrimaba a Carmelo Pérez al que admiraba muchísimo pues era una
figura que alternaba con Matadores de gran talla; sin trabajo, porque
ya había dejado el Rastro, lavaba taxis por unos cuantos centavos
que me servían para engañar el hambre.
[…] Era vago, era cabrón, saltaba las bardas del cine Reforma para ver las películas sin pagar, y mi mayor ambición, a esa edad, era tener un par de zapatos, porque andaba descalzo. ¡Zapatos! ¡Zapatos! ¡Zapatos! Esa era mi meta.
La pinche vida, como te decía, era muy
perra aún. Mis únicos amigos fueron "El Sol" y "El Fonda", taxistas a quienes regalé
un taxi, a cada uno, cuando me fui para España y el regalo, te advierto, se los hice porque ellos
creyeron en mí cuando yo más lo necesitaba. Con ellos entraba yo al
cine ¡y nunca pagamos la entrada! Teníamos hambre. El hambre no nos dejaba y por eso nos
íbamos al mercado a robar pan, pan duro, pan del desperdicio que apilaban para
venderlo a 5 centavos pero te juro que nunca robé por maldad. Era
por hambre...
Mi papá- se llamaba José y mi mamá
Felisa; nunca me regalaron nada más que su cariño. No recuerdo
haber recibido otra cosa, pero no me olvido de algo y esto es la
ternura de mi madre, su temor de que yo fuera torero y los primeros
capotes de brega que me hizo con telas viejas, con costales de azúcar
o de harina que luego pintaba con los colores usuales: rojo y
amarillo. La muleta roja, hecha de esos materiales, también me la
cosió a mano mi "Jefa". ¿Espada de muerte? ¡Nunca la
tuve! Sólo un fundón de espada que mandé a forjar en España, allá
por 1935, y te confieso una cosa: es lo único que quiero conservar
de veras...
Las madres quisieran cubrirlo a uno pa'que nada malo le ocurra. La mía era así y cada vez que yo toreaba
se iba pa'la Villa donde pedía por mi vida. Ser madre de un torero,
dice la maldición gitana, es la peor de las desgracias y mi
madrecita casi no podía con ella. Mientras estuve aquí, en México,
y me veía regresar entero, descansaba. Pero cuando estuve en España
los espiritistas se aprovecharon de ella, la hicieron abandonar la
religión, y le sacaban el dinero.
[…] Mira, para ser torero lo que más influyó en mí fue la miseria. Fue así como empecé a proyectarme como novillero y los principios, como ya te imaginarás, fueron muy duros. […] Sucedió entonces, que como yo no comía bien no me sentía bien y por eso les dije: "Señores, no puedo debutar porque estoy muy débil. Pero el año que entra sí, así es que si ustedes quieren nomás me hablan y me entreno pa'debutar aquí en "El Toreo". Y así fue. Mejor alimentado y ya preparado para debutar me anunciaron el 2 de abril de 1932, precisamente en "El Toreo" y me presenté el 3 de abril al lado de "El Ahijado del Matadero", Arturo Alvarez "Vizcaíno" para lidiar, primero, 18 novilladas seguidas y luego otra tanda de 10. Después, ya no quise seguir toreando porque no ganaba nada. Fíjate, nomás me pagaban 50 pesos por novillada y de allí tenía que alquilar el temo con "Frascuelillo", un señor que tenía una tienda de ropa donde uno alquilaba por 7 pesos desde monteras hasta zapatillas, capotes, muletas, espadas, terno, etc. […] Pero el toro es cabrón, hermano, se te mete muy duro en la sangre, lo sientes y yo sólo tenía 17 años...
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