miércoles, 22 de enero de 2014

La historia de Luis Castro "El Soldado" (III)

La vida del torero mexicano Luis Castro "El Soldado", de quien hemos hablado aquí en las últimas semanas, era igual de emocionante dentro de los ruedos como fuera, sobre todo por su incurable afición por las mujeres.
 

Verdad o mentira, el haber ido a España me dio cartel. España me "amacizó", me hizo más torero y los españoles me dieron un sello de Grande con el que vine a México ganando lo que quería y si no hubiera sido por la Guerra Civil me hubiera quedado unos 4 ó 5 años más.

De las mujeres, Pepe, como dice el tango ¡mejor ni hablar!. En España, como mi tocayo Mejías el del Tenorio, pude poner un cartel: "Aquí hay un don Luis que vale lo menos dos". Ahora, debo aclararte una cosa: nunca viví de ellas como 3 ó 4 canijos que conocí; pues si yo no les daba, tampoco les quitaba. Aquellos fueron los tiempos de Margarita Carbajal, de Chelo Gómez, y de María Antinea, mujer de Félix Rodríguez, que era también mi amiga.

En España sólo me enamoré de Amparito, mi mujer, a la que conocí un día que paseaba por la calle de Alcalá y me gustó tanto que dije: "¡Al diablo con la timidez!". Y la abordé en plena calle a pesar de que iba acompañada de su hermana. De Amparito, Pepe, hay una cosa que a mí siempre me ha llenado de orgullo; cuando la conocí yo era un pinche torero sin suerte, cosa que a ella no le importó; no le tiraba a nada y su amor fue limpio, sincero, noble. Lo que a ella le conquistó fue mi voz. Decía que era muy dulce... ¿Cómo la ves mi Pepe?

Pero el gusto por las mujeres no se me quitaba y como en ese tiempo la música que se oía era el tango, yo y "El Aguilita", otro torero mexicano, nos íbamos a una academia de baile, que estaba en la calle de "La Montera", para aprender a bailarlo bien pues sólo así podía uno conocer mujeres ya que hasta las damas de "La Gran Sociedad", las duquesas y condesas, lo bailaban y todas las pinches viejas, no veas, ensayaban con nosotros los mexicanos. Pero no era cachondeo, se trataba de algo en serio y allí ensayaban puro tango. No más. Esa afición por las mujeres no dejaba de traerme disgustos.


[…] En Portugal, por otro lío de faldas, tuve un duelo con un noble ofendido porque yo andaba con una amiga suya, una belga que se llamaba Nadinne. De él recuerdo que ni era noble realmente y que se apellidaba Damascareña y que un día me mandó a sus padrinos para concertar el dichoso duelo. Para entonces yo me las daba de sangre azul y los padrinos llegaron al salón de té preguntándome: "¿Es usted el duque Luis Castro de Sandoval? ¡Venimos a retarlo! ¡Nombre usted sus padrinos!". Yo vacilando todavía porque no sabía que la cosa fuera tan seria les contesté: -"Aquí está mi único padrino. Me permito presentarles a sus nobles señorías a "Campanero" y con él pueden ustedes entenderse".

Al día siguiente regresaron por mi respuesta y me dijeron que como yo era el retado podía escoger las armas pero yo, viendo que la cosa se estaba poniendo seria pensé: "Ya se fregaron porque el arma que yo escoja no va a ser aceptada por ellos. Señores, les dije, nuestro duelo tendrá lugar a procciutazo limpio". Si mal no recuerdo, los invité a mi finca de Estoril y los agasajé para ver si lograba calmarlos. Días después entró Tabares, un mozo de estoques portugués y me dijo muy preocupado: -"Allí está el señor Damascareña, armado con una pistola, y dice que viene a matarlo".

Agarré dos sábanas, las amarré lo más fuerte que pude, me descolgué por la ventana, cogí el coche y me fui a ver al cónsul mexicano Manuel Treviño, amigo mío, al que le conté todo lo que pasaba. De esta forma, mi Pepe, terminó la historia que había empezado cuando le regalé una moneda de oro a Nadinne y la descubrió su marido.

En fuga de plano, tomé un barco y quiso la casualidad que me pudiera esconder en el camarote de Armillita quien había hecho el viaje a España con la ilusión de que su hijo naciera en Sevilla para que tuviera gracia, el cabrón. ¿Pero cuál gracia puede tener el tipo si ese es un don que al nacer lo traes o no lo traes? Aunque te voy a decir: cuentan en Andalucía que los buenos toreros sólo nacen después de Despeñaperros...

Fue así como entre los llantos del bebé y la rasquiña que me daban los veinte mil dólares que me escondí debajo de la camisa, acabó esa historia que todavía recuerdo con placer y un poquito de susto.


Pero el peligro ha sido siempre mi elemento, como para los lagartos es el pantano. Diariamente dormía con el temor de morir el domingo siguiente; con el peligro caminaba; con el peligro me enfrentaba en los ruedos y con él, tal vez por costumbre, me gustaba abrazarlo, y caminar por todos los senderos de mi vida. El peligro llega a convertirse, ¿por qué no?, en una religión.

Memorias de Luis Castro "El Soldado" escritas por José Pagés Rebollar
en el libro "Los machos de los toreros" (1978)

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