lunes, 26 de junio de 2017

Pedazos de memoria


Lo que nos queda de un hombre es la memoria. 

¿Cuándo fue la primera vez que vi a Fandiño? A diferencia de David Mora, a Iván no lo recuerdo de novillero. La primera vez que acudí a una plaza y estaba anunciado fue su confirmación de alternativa en Madrid, en el San Isidro de 2009. Iba de lila y oro, como Antoñete. Tengo el cartel de esa feria colgado en mi dormitorio, al lado de la ventana: Ferrera, Morenito y Fandiño con toros de José Luis Pereda. En mi memoria, Fandiño se doctoró en Las Ventas con un cinqueño basto y silleto en una faena de una fragilidad que no encajaba con el aspecto poderoso y adusto del desconocido confirmante. Con el sexto, monumental, bruto y deslucido, Iván se llevó una descomunal voltereta y después se tiró a matar arrebatado y valiente. Creo que lo ovacionaron en ambos. Lo que sí recuerdo con claridad fue el susto del batacazo.


Le perdí la pista hasta el 2 de mayo de 2011, la goyesca de la Comunidad de Madrid. Una corrida de Carriquiri con Fundi y Robleño. Cortó entonces su primera oreja en Las Ventas (era sobrio hasta para vestir "de pijama": se hizo uno blanco con el bordado en azabache). Ése fue el año de su "descubrimiento" en Madrid y volvió varias tardes. En otoño, mano a mano, por primera vez, con David Mora, rival y amigo. Fandiño, que toreó puro y cargando mucho la suerte, terminó hecho un Cristo y vestido con unos vaqueros. Absoluta entrega de ambos compañeros que, a la postre, habían sido los toreros revelación de la temporada. También como Antoñete, pronto Iván cogió la costumbre de aguardar en aquel rincón sombrío del túnel de cuadrillas de Las Ventas, con la mirada fija en el portón de salida, dispuesto a jugarse la vida a una sola carta: "la suerte o la muerte" de Gerardo Diego.


En junio de 2012, me cogí un autobús Madrid-Bilbao para ver su encerrona con distintas ganaderías con motivo del 50 aniversario de la plaza. El de Orduña no tenía necesidad de estoquear seis toros en Vista Alegre: a fin de cuentas, no lo necesitaba en aquella temporada en la que sumaba el mayor número de contratos de su carrera. Al final, la apuesta personal fue un desastre: tarde desangelada, lluvia y apenas un cuarto de plaza. A pesar de la hombrada, sus paisanos no le arroparon y los toros elegidos tampoco ayudaron en el triunfo. Ahí intuí que la imperturbabilidad de Fandiño tenía grietas y que la fragilidad de su confirmación en Madrid fue algo más que un presentimiento. Nada más hacer el paseíllo y ver las sillas de Vista Alegre vacías, las paredes de su propia casa se le vinieron encima. Con Iván uno aprendía que las gestas no siempre terminaban bien, pero había que rematarlas.


En 2013, volvió a Las Ventas a dentellada limpia con una corrida de Parladé; como aquellos viejos soldados de nuestros tercios de Flandes, con la espada ropera y la vizcaína siempre a mano. Le recuerdo hecho un jabato y sin ponerse bonito: toreó de verdad, desbocado a veces, como un temporal desecho, vehemente y muy ligado. Pegó una de sus estocadas a matar o morir (siempre volcándose entre los pitones, el colofón imprescindible de una lucha noble) y se llevó un cornalón en el muslo.


En 2014, llegó, por fin, la tan meritoria Puerta Grande tras cortar una oreja de cada uno de sus toros de Parladé. Después de esa tarde, llegué a la conclusión que, al lado de Fandiño, el grafeno parecía gomaespuma y que, como dice el refrán, "el buen valor asusta a la mala suerte". Fue cuando se tiró a matar sin muleta allá por el tendido 5, sacando el brazo desde el centro del pecho, sin ventajas, lanzándose entre los pitones con gallardía y clavando arriba. Emoción a espuertas -que no perfección- de un torero luchador y curtido. A esas alturas, que Fandiño no era Curro Romero se sabía, ni falta que hacía.


En marzo de 2015, nueva encerrona fracasada: la de Las Ventas con seis ganaderías legendarias. Apostó y perdió, pero nadie le reconoció el valor de tirar la moneda al aire. Hay hombres que le compran un billete a Caronte sin saber si habrá boleto de vuelta. Y Fandiño lo hacía a menudo. Las gestas del héroe no siempre tienen un final feliz. Eso también lo aprendimos con Fandiño: a superar desilusiones inevitables y a mirar a los ojos a nuestros propios demonios. Semanas después de aquello, indómito y tenaz, Iván regresó a San Isidro yendo a porta gayola. Esa redención en la misma puerta de toriles tampoco la olvido.


En los últimos años, Fandiño, en Madrid, se convirtió en un proscrito. Pero incluso eso casaba con su carácter. Yo siempre acudía a la plaza esperando que volviera a triunfar en cualquier momento. La fe en los toreros de uno resulta inquebrantable... La última vez que lo vi fue, de nuevo, en Las Ventas, el pasado 29 de mayo. En esa tarde ventosa, clavó las zapatillas en los medios e hilvanó varios pases cambiados; después, dos buenas series de naturales, atando el pitón a la tela, unas bernardinas y una ovación -quién imaginaba de despedida- que aún me parece escuchar tendido abajo.


Y después de tantas estocadas cabales, acabó muriendo de una cornada durante un quite a un toro que no era el suyo, muy lejos de Las Ventas, la que fue su plaza; porque "la vida es sombra, y el toreo sueño"... y la muerte no llega igual para todos. El verdadero conocimiento de los toreros, de las personas, es póstumo; y la memoria de Fandiño conduce a la ejemplaridad de una vida sin concesiones. Yo lo recuerdo así.

viernes, 23 de junio de 2017

Aprender a ser mortal

Leí recientemente una reflexión de Javier Gomá que es perfectamente extrapolable al mundo del toro. Decía que asumir nuestra mortalidad es la condición indispensable para que seamos heroicos en nuestra vida cotidiana, y ponía como ejemplo el mito de Aquiles. Gomá se preguntaba los motivos por los que Aquiles (hijo de un hombre y una diosa) eligió entregar su propia vida luchando en la guerra de Troya en vez de conservar su naturaleza inmortal dentro del gineceo. Aquiles madura, se hace hombre, cuando asume su mortalidad, se enfrenta al exterior y acude a la batalla. Un niño aún no tiene conciencia de su muerte, por lo que no puede comportarse de manera heroica.


Todos los toreros llevan un Aquiles dentro. Cada tarde de corrida, todos acuden al ruedo asumiendo las consecuencias y peligros que puede desencadenar la lucha contra un toro bravo. Ellos nos enseñan a "ser mortales". Estremece ahora leer aquellas palabras de Iván Fandiño días antes de lidiar seis toros en Las Ventas, cuando declaró: "Tengo una cita con la historia, y si he de morir, moriré libre".


La tarde de la tragedia, en el callejón de la plaza francesa de Aire Sur L'Adour había un niño, un niño a quien Fandiño regaló la última oreja que cortó en su vida. El torero se acercó hasta la barrera, abrazó al muchacho por la espalda y, cariñoso, le entregó el trofeo aún caliente. Terminada la feliz vuelta al ruedo, apenas unos minutos más tarde, durante un quite, un toro mató a Iván de una cornada en el costado, igual que Aquiles cayó en Troya por una herida de flecha. Sacrificando una vida larga y tranquila -es decir, abandonando la protección del gineceo-, ambos héroes alcanzaron la gloria.


Unos pocos días más tarde, ese mismo niño, testigo mudo de la fatalidad, regresó al ruedo de Aire, donde una foto en blanco y negro recordaba la efigie del torero ya muerto. El crío observó, serio pero sereno, la imagen del héroe mientras posaba sobre el cristal su palma derecha, la misma mano que recogió el último laurel de una batalla anunciada perdida de antemano por el oráculo. El niño anónimo de pantalones cortos, sin saberlo, en ese instante, estaba abandonando prematuramente la protección del gineceo para mirar, por primera vez, a la muerte cara a cara. Quizá, el día de mañana, él también será un héroe.


"Lo que nos hace individuales es precisamente la mortalidad. El precio de morir es un precio digno de pagarse si el premio es ser individuales. Lo más alto que alguien puede ser es ser individual, ser ejemplo y tener un nombre. Aquiles se convirtió en Aquiles en el momento en que aceptó morir. Dio como barato la inmortalidad, la eternidad, algo que en mi planteamiento es siempre algo magmático, amorfo, sin identidad, sin personalidad, sin individualidad, característico del estadio adolescente. El gineceo representa esta adolescencia, el estadio estético, y Troya representa el estadio ético, el maduro. Allí encontré la clave de la verdad del destino del hombre" (Javier Gomá).


No volverá a nacer otro "Fandiño", ni siquiera uno con un parecido más o menos superficial. Fandiño llegó a la muerte agotando su "cupo de individualidad": perseguía la gloria del toreo -la cumbre- con el fracaso asumido desde las primeras pendientes. La individualidad absoluta, total y completa de Fandiño no habría permitido otra muerte más que ésta, a orillas del Adour (que en vasco significa "suerte" o "tendencia"), por un toro que no era el suyo y que no podía dejar pasar. Fandiño agotaba cada tarde el toro de la muerte, el toro de su propia muerte, hasta la última gota. Eso le hacía único, y de ahí, el vacío y el abismo ante ferias y carteles que no volverán a llevar su nombre. Acaba de irse y ya se le extraña.

lunes, 19 de junio de 2017

El sol que apenas nos dejó llorarte


Fuiste a morir en uno de los días más largos del año, cuando el sol inmisericorde de mediados de junio no daba tregua ni a los ojos ni a la piel ni a la esperanza. La tristeza y el calor se nos pegaron al cuerpo como una losa. Estando lejos, supimos, Iván, que un toro te había matado a orillas del Adour; ese río que nace en los Pirineos franceses y va a desembocar en el golfo de Vizcaya, casi el mismo recorrido que siguió tu sangre libre, Iván, la que derramaste sobre la arena caliente de Las Landas, a 30 kilómetros de Mont de Marsan, y que, con demora, acabó en el dique de tu tierra, en Orduña, mezclada ya con lágrimas.

Un sol sacrílego y voraz que nunca se escondía tras el horizonte apenas nos dejó llorarte. Apenas una tregua de oscuridad; la de una madrugada fugaz, coronada por una luna que ya iba menguando. Horas antes, en esa maldita enfermería, tú mismo dijiste que las fuerzas se te escapaban por el costado a causa de una cornada negra que te rompió por dentro. Eras consciente de todo. Pusiste tus manos sobre el fajín y el vientre para evitar que la vida se te escapara tan deprisa, para evitar que fuera tan corta como las letras de tu propio nombre, Iván. Pero el destino no pudo salvarte y ahora nosotros, aquí todavía y tan lejos, no terminamos de creerlo.

Te mató un toro que ni siquiera te correspondía; en un país que no era el tuyo. ¿Pero cuál era tu verdadera patria, Iván? ¿Acaso la tuviste? Siempre solo, solo contra el mundo, con una voluntad férrea, por la vereda de un camino que te marcaste a golpe de fragua hasta sus últimas consecuencias. Te recuerdo en el ruedo estoico, marcial y vibrante; sin embargo, no te concedieron la clemencia que merecen los valientes. Fuiste un hombre sin tierra, pero sí con bandera, la tuya, la del individuo que no se doblega ante reyes ni dioses. ¿Cómo un sol envidioso y henchido por San Juan iba a dejarnos llorar a un hombre como tú, tan insurrecto y tan soberano de sus principios y acciones?   


Moriste, Iván, con el mismo vestido de la Puerta Grande de Madrid. Con el mismo vestido que un pueblo te arrancaba a borbotones como a un semidiós, como a un Sísifo que, al menos una vez, alcanzó la cima con su enorme piedra a cuestas. Con tu muerte, tan inevitable, tan trágica, tan inútil, tú también te has convertido en un héroe absurdo.

Cuando el sol de la mañana siguiente a tu muerte despuntó sobre las dunas, el mar y el mundo, todos nos secamos las lágrimas; pero aún se nos humedecen los ojos al pensar en tus padres, en tu hija, en tus amigos, en tu cuadrilla, en los que siguen vivos y se vuelven a vestir de luces; en los que pasaron la noche contemplando sus vestidos de torear asomando por un extremo de la bolsa del sastre; en los que también pensaron en sus hijos y en lo que podía pasar, o no, porque en esta profesión, la suerte y la muerte se suceden con la rapidez de una marea; y en los que se levantaron de la cama, y volvieron a salir hacia un nuevo desembarque, un nuevo sorteo, un nuevo paseíllo, un nuevo minuto de silencio.

Descansa en paz, Iván.

lunes, 24 de abril de 2017

The pain and the bull. El dolor y el toro


"The pain and the bull" ("El dolor y el toro") me decía, excitado, un fotógrafo inglés mientras señalaba con el dedo índice en la pantalla de su cámara de fotos una instantánea de Curro Díaz, destrozado y herido, sentado en el estribo de la plaza de toros de Zaragoza, con sus banderilleros, perfectamente formados, las manos muertas y los capotes anclados en la arena, aguardando a una distancia prudencial, mientras que un toro negro de Luis Algarra, con una estocada en todo lo alto, andaba, sin dar la batalla por perdida, con las moscas ya rondando la sangre que brotaba de la cruz, hacia el centro del ruedo. El extranjero agarró las gafas que llevaba sobre la cabeza y se las colocó para enfocar mejor la imagen, que ya imaginaba virada al blanco y negro. Emitió un sonido parecido a un "Woah!". Me contó, en inglés, porque de español no sabía ni palabra, que era londinense y que su último trabajo había consistido en un libro de fotos sobre el ballet Bolshoi, pero que ahora andaba trabajando en uno de toros, porque era algo "fascinating". Llevaba dos cámaras Nikon colgadas del cuello y varias tarjetas de memoria guardadas en el bolsillo que iba atiborrando toro a toro. "The pain and the bull". El dolor del hombre y la bravura del animal. Del Bolshoi ruso a la corrida de toros.


Lástima que el término "torería" no tenga traducción al inglés, porque la faena de Curro Díaz fue un tributo a la clase y la improvisación. Ante un cuarto noble de Algarra, que en otras telas habría resultado soso, inventó un bello y ajustado trasteo por ambas manos. No sólo toreó bien, sino además bonito. Y a esa estética puso el colofón de una estocada de matar o morir, yendo el cuerpo tras la espada, en perfecta línea recta, hasta ser prendido por el pitón, que destrozó la parte posterior de la casaquilla azul y le infligió al torero una cornada de 15 centímetros en el muslo derecho. En el Bolshoi no suceden estas cosas.


Con razón el humanista fotógrafo inglés -conmocionando por el dolor del hombre y no por el "sufrimiento" del toro-, acostumbrado al sosiego del ballet, no daba crédito al ver un espectáculo tan descarnado y doloroso, tan emocionante y tan épico y, a la vez, tan majestuoso como el protagonizado por el torero de Linares quien, arrastrando la pierna, con la mandíbula contraída, dio la vuelta al ruedo enseñando a los tendidos aquellas dos orejas que le habían concedido como merecido premio la festividad de San Jorge en Zaragoza.

Ya escribió Camus que España, sin tradiciones, no sería más que un bello desierto; tradiciones como la tauromaquia, que fascina a muchos de fuera, y que algunos de dentro, miserablemente, pretenden prohibir.

lunes, 27 de marzo de 2017

Y eso no se sabrá nunca

Un poema de César González Ruano empieza con estos versos:

"Fue o no fue
y eso no se sabrá nunca.

Pasó o se quiso que pasara
y eso no se sabrá nunca".


Fue o no fue. Tras el toque de los clarines tempraneros, salió el toro -el novillo, en este domingo de finales de marzo-, sobrevino un aviso, una advertencia, casi inapreciable, en el primer tercio, después una buena faena, con coraje y cabeza, dos tandas notables, por el pitón derecho y por el izquierdo, los primeros olés, un error ínfimo al final de la faena de muleta, casi sacando al novillo para entrar a matar, un arreón, un golpe seco, un grito; y lo que pudo haber sido, no se sabrá nunca. Sólo quedó la imagen -que sacudía con violencia la memoria de otras cogidas- de un hombre, un torero, boca abajo e inerte sobre la arena; los brazos en cruz, las manos muertas. La cuadrilla que corría en su auxilio hasta el tercio, por un ruedo inacabable, el de Madrid, donde todos los terrenos están siempre tan lejos, de los burladeros, del resto del mundo. La mandíbula que se cerraba obstinada a causa del impacto contra el albero y el aire que no entraba en los pulmones. 

"Como yo me iba hiriendo al respirar y no sangraba
como todo era sorpresa de muerte y de deseo
como toda tiniebla así brillaba
eso no se podrá saber".


La congoja mientras la procesión, con el novillero en brazos, se dirigía hacia la puerta enrejada de la enfermería de Las Ventas, que se abría, demasiado madrugadora esta vez, en el primer festejo y el primer toro de la temporada. Como en el poema de González Ruano, no fue; porque Pablo Aguado no volvió a salir al ruedo. Tuvo que ser trasladado de urgencia al hospital por un traumatismo craneoencefálico con pérdida de consciencia y herida en la región parietal. Pronóstico grave que le impedía continuar la lidia. Pasó o se quiso que pasara y eso no se sabrá nunca.


La verdad contumaz del toro. La chaquetilla, como un pelele triste, regresó sin dueño al callejón mientras la lidia continuaba con cinco Fuente Ymbros excelentes. Puerta Grande o enfermería. Tocó lo segundo a pesar de la disposición de los hombres. Horas de entrenamiento en el campo, de miedos asumidos, de desvelo eligiendo los mejores novillos -los de Gallardo, lo eran-, de conversaciones en los despachos, y que un golpe fugaz de mala suerte se llevó por delante. Como un mar que parecía tranquilo, incluso luminoso, haciendo que no sabía nada, alimentando esperanzas de gloria que nunca llegaron. Así es el toro, pero también la vida, donde una balanza imaginaria pasa factura de los triunfos, las ambiciones y los sueños. Nada nuevo, aunque sí inclemente y fatigoso, hasta con los más jóvenes. En esta ocasión, el novillero Pablo Aguado podía abandonar Las Ventas por dos puertas: quizás, la próxima vez, el 22 de mayo, en San Isidro, el destino le depare la que desemboca en la calle Alcalá. Este domingo dejó motivos para creerlo así.

"Por mucho que lo hablen
eso no se podrá saber.

Por mucho que lo sepan".

Fotos: Julián López

martes, 21 de marzo de 2017

El lado oscuro del indulto


Hemos comenzado la temporada 2017 con una fuerte corriente "indultadora". En apenas una semana, se le ha perdonado la vida a un toro en Illescas (por decisión unilateral de su teórico matador, José María Manzanares) y otro en Valencia, plaza de primera categoría. De entre la algarabía, además del pañuelo naranja, asoma otra cuestión más oscura que merece la reflexión del aficionado.

En los últimos años, estamos convirtiendo el indulto en algo ordinario, cuando siempre ha sido un hecho extraordinario. ¿Cuáles son los motivos que subyacen tras esta tendencia de perdonarle la vida a cualquier toro bravo, o semibravo, que salta a un ruedo? Algunos complejos, una justificación social y cierta mentalidad infantil. Con la generalización del indulto, nos acercamos a la llamada "Fiesta incruenta", es decir, a una corrida de toros "light", adulterada, con menos sangre, menos muerte y menos dureza. De cara a la sociedad, el indulto sirve para demostrar que "el aficionado es buena gente" porque ama al toro, y de hecho, le perdona la vida. También aligera ese pesado complejo de que el aficionado a los toros tiene instintos violentos o sanguinarios.


Resulta desconcertante que, recientemente, cierto sector del público que acude a las plazas sale de ellas con mayor grado de satisfacción si ha provocado un indulto. Es decir, que el público se siente mejor y con la moral más reconfortada si pide que se le salve la vida a un toro bravo... o no tan bravo. Ante el aire de los tiempos, parece más ético y sublime ver cómo el toro regresa feliz al campo que contemplar a un torero jugándose la vida para matarlo a carta cabal con su espada y su muleta. Por tanto, el tradicional efecto catártico de la corrida de toros ha cambiado: con el indulto, se acerca peligrosamente a una catarsis vía animal, en vez de humana, pues el público siente más empatía por la vida del toro, en vez de por el valor y hombría del torero. En esto consiste el lado oscuro del indulto que, poco a poco, va carcomiendo la base ética de la corrida que, a la postre, es (y debería seguir siendo) un enfrentamiento feroz entre el toro y el torero, entre el caos y el orden, entre la sombra y la luz.

Uno lee las actuales reseñas taurinas y encuentra más toros indultados que premiados con la vuelta al ruedo, emocionante reconocimiento póstumo a los ejemplares más encastados. Porque no existe mayor gloria para un toro bravo que morir en la plaza ante un público estremecido que siempre guardará su nombre y divisa en la memoria.

lunes, 20 de marzo de 2017

A Las Ventas, sí, pero sin cuchillos


Cuenta atrás. El domingo 26 de marzo arranca la temporada taurina en Las Ventas, un redondel que cada año acaba convertido en el ojo de todos los huracanes. Es, además, el primer paseíllo de la era Simon Casas & Nautalia Viajes. El cartel, con diseño de Jérôme Pradet, ya empapela la fachada de la plaza. Novillos de Fuente Ymbro para tres toreros con ambiente: Pablo Aguado, Leo Valadez y Diego Carretero. 

Sin embargo, el desafortunado indulto de un Garcigrande en Valencia amenaza con volverse una patada en culo ajeno. La afición de Madrid ha desenvainado los puñales. Por las redes, no dejan de publicarse mensajes donde se augura mano dura sobre el palco presidencial y la recién estrenada empresa de Las Ventas. "Madrid no es Valencia", "Simon, te estamos esperando" y otros avisos dignos de una novela de Mario Puzo viajan de boca en boca.


El domingo todos tenemos que ir a Las Ventas, sí, pero sin cuchillos. Que tres novilleros que intentan abrirse camino y ganarse el pan no se conviertan en el chivo expiatorio de una afición cabreada. Los humos, llegado el momento, con los poderosos y los carteles de relumbrón. Pero Madrid ahora, con toda su justicia, tiene que defender a los toreros humildes y a los novilleros, en vista de que otras plazas, injustificablemente, han dejado de hacerlo. Y, de momento, los integrantes de los primeros cuatro carteles de la temporada venteña, poco tienen que ver con los desmanes valencianos ni con los indultos falleros. Por ello, que no paguen una cuenta que no les corresponde.

Escribió Nietzsche: "Pues mi noción de justicia es ésta: los hombres no son iguales" (los toreros, y sus circunstancias, tampoco).

domingo, 12 de marzo de 2017

Bienvenidos los valientes

Bienvenidos los valientes que regresan, bajo la misma luz del levante que lamió su sangre y sus heridas. De Alicante a Valencia, casi un año, Mediterráneo de ida y vuelta. Enorme el mérito de Manuel Escribano que vuelve a comerse con los ojos una plaza de toros.


De justicia el brindis de su compañero Curro Díaz con Juan José Padilla como testigo. Y éste último bien sabe de qué va el juego. Él también reapareció de donde la mayoría no regresa. La tragedia volvió a rozarle en  Fallas. Espeluznante la cogida del cuarto toro, un nudo en la garganta, una bocanada de aire que ni salía ni entraba, con el hombre como un trapo, casi cosido el cuerpo a los pitones del Fuente Ymbro. El recuerdo de otros toreros prendidos por la espalda de la chaquetilla y elevados al cielo para siempre. Un torniquete con el corbatín y los pulmones que volvían a llenarse. El alivio. Padilla, una vez más, volvió a vivir.


Y de la tragedia al torero excelso de Curro Díaz en apenas unos minutos, en un golpe de viento a las banderas valencianas. Los remates por bajo, especialmente las trincherillas, tan de Curro; los cambios de mano, el desmayo y el temple. Una transición así, del horror a la belleza, sólo está en la mano de algunos toreros. La emoción incontenible. No existe un espectáculo comparable a una tarde de toros.

Fotos: Arjona

Las Fallas continúan, ojalá que con mejor ganado pues, tras los mansos de Alcurrucén, en este domingo, sólo fallaron los toros. Corrida de Fuente Ymbro descastada y mansa, de ejemplares bien presentados, astifinos, con peso y trapío idóneos, pero que no aguantaban cuatro muletazos ligados. Y menos si esos muletazos llevaban dentro todo el oro de Linares.

jueves, 9 de marzo de 2017

La entrada al templo


El miércoles por la noche, se presentaron los carteles de la feria más importante del mundo: San Isidro, el eterno gran escaparate, donde, generalmente con justicia, se da y se quita, se triunfa o se fracasa, se llega a la cima o la piedra vuelve a rodar inmisericordemente cuesta abajo.  Es el primer San Isidro de la empresa compuesta por Simon Casas y Nautalia Viajes, la pareja por colleras que se anuncia como Plaza 1. La gala de presentación, dentro de una carpa montada en el ruedo de Las Ventas, fue algo inédito en el mundo del toro. La llegada de aires franceses, sin duda, ha aportado “grandeur” y “glamour”, algo que no está de más y que, por otra parte, ayuda a que el toro tenga, de una vez, visibilidad en los medios generalistas. Incluso grandes marcas comerciales como Maserati patrocinaron el evento. Un triunfo.


Sin embargo, no dejaba de resultar extraño estar cenando sobre el ruedo, en los terrenos de la contraquerencia, donde tantas veces exigimos que se pique en el sitio; o llegando al tercio, donde aquel par de banderillas que nos cerró la boca del estómago; o frente a la puerta de chiqueros, donde aquella porta gayola y aquella cornada que dejó un reguero de sangre hasta la puerta de la enfermería. A pesar de la pirotecnia de Plaza 1, todo seguía allí, imperturbable, como esperando pasar factura: el reloj, el túnel de cuadrillas, el burladero de matadores, el camino hacia la Puerta Grande.


Ante las cuarenta mesas diseminadas por el ruedo, permanecían sentados algunos hombres con los pies en la tierra. Toreros secos, indispensables, con las zapatillas atornilladas en la realidad; toreros que no olvidan quiénes son. Anoche, iluminados por los cañones de luz azul, se presentaron los carteles que decidirán su futuro. Anoche se repartieron las cartas de la baraja. Ahora la suerte está en sus manos, en sus muletas y en sus espadas.


Porque, al final, como escribió el poeta, "vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo". Y eso es algo irremediable, intrínseco a esta vieja Fiesta. Las Ventas es un templo que, a las siete de la tarde, no entiende de frivolidades. 

sábado, 4 de marzo de 2017

La certeza de Pablo Aguado en Olivenza


No había sucedido gran cosa desde que empezó la temporada taurina a finales de enero en Ajalvir; si acaso, una buena novillada de Gómez de Morales en Valdemorillo y la Puerta Grande de David Mora en Vistalegre. La incertidumbre es un elemento fundamental en cualquier tarde de toros. Hablo de la sensación de acudir a la plaza sin ninguna certeza, sin saber lo que va a ocurrir. Esa inquietud, esa falta de conocimientos seguros, ha ido disminuyendo paulatinamente a causa de la previsibilidad del comportamiento del toro -cada vez se cría un animal más perfecto y pronosticable- y a la uniformidad de las faenas. Venturosamente, la incertidumbre reapareció en Olivenza.

En primer lugar, por el asunto meteorológico: después de una mañana de viernes metida en agua y viento, nadie podía asegurar a ciencia cierta si la novillada de la tarde se celebraría. Al final, tras el ritual de los hombres de plata estudiando el cielo mientras ayudaban a liar los capotes de paseo, el paseíllo arrancó con treinta minutos de retraso; pero arrancó, con los novilleros y sus cuadrillas desfilando sobre la arena encharcada al compás de "Manolete". 

El segundo factor de incertidumbre era el propio cartel de la tarde: un novillero siempre está por descubrir, y más a comienzos de temporada, al cabo de la preparación del invierno. Olivenza ha tenido el acierto de programar dos novilladas en su ciclo, ejemplo que deberían seguir muchas otras plazas que, por el contrario, han optado por tacañear oportunidades a los que empiezan.

Y de tanta incertidumbre, surgieron dos sorpresas: la faena de Pablo Aguado al cuarto novillo de El Parralejo y la de Toñete al tercero. La del sevillano marcó la diferencia por su clase y buen gusto. Los naturales con el compás cerrado tenían torería; precioso un cambio de mano, rotundo con los pases de pecho y grácil con las chicuelinas para dejar al novillo en suerte. Aguado posee un concepto clásico de la tauromaquia que no pasa de moda. Ahí puede haber un torero, y antes, una temporada más que apetecible hasta que tome una alternativa que ya va reclamando en la plaza. Un pinchazo y una estocada dejaron el premio final en una oreja de las que se recuerdan.

En unos años, no muchos, las actuales figuras del escalafón se irán retirando: Ponce, Morante, Juli y compañía no son eternos. Y de la cómoda certidumbre de las faenas que llevan repitiéndose temporada tras temporada, vamos a caer en el desasosiego de un escalafón desierto. Por eso, hay que darles sitio, tiempo y oportunidad a los nuevos toreros, hay que verlos, hay que seguirlos. Como aquí, en Olivenza, donde se basculó de la lluvia a mares al sol de final de la tarde. De la duda a la certeza de querer volver a ver torear a Pablo Aguado con un novillo más serio. Será en Madrid, el 26 de marzo, con Fuente Ymbros.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Dentro del rosal

"Si vais para poetas, cuidad vuestro folklore. 
Porque la verdadera poesía la hace el pueblo" (Juan de Mairena)

En 1933, hace 83 años, Federico García Lorca dio, en Buenos Aires, una conferencia titulada "Juego y teoría del duende", cuyo objetivo principal consistía en explicar la contribución del carácter español en la cultura universal. Este viejo texto lorquiano daba respuesta, sin quererlo, a otra incógnita: el porqué la fiesta de los toros sigue existiendo y fascinando.


"En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En Estaña se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja barbera [...] Hay una barandilla de flores de salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor metálico de muerte.

La casulla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchosas de los pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos, y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces para un espíritu alerta, que nos llenan la memoria con el aire yerto de nuestro propio tránsito".

Y Lorca terminaba su discurso recitando aquellos versos anónimos:

Yo me iba, mi madre,
las rosas coger,
hallara la muerte
dentro del vergel.
Yo me iba, madre, 
las rosas cortar,
hallara la muerte
dentro del rosal.
Dentro del vergel
moriré,
dentro del rosal
matar me han.


En España, casi un siglo después de pronunciarse esta conferencia, algunos hombres continúan dando la vida por morir en el rosal de una plaza de toros. Mientras eso siga sucediendo, las jarchas, los versos anónimos y los poemas de Lorca tendrán sentido; nuestra cultura será rotundamente distinta a la del resto -dolorida pero distinta-, y los toreros caídos en el ruedo estarán aún más vivos. Ellos forman parte de la poesía que hace el pueblo, ésa de la que hablaba Juan de Mairena. No hay que renegar de esta fuerza trágica; al contrario: debe cultivarse y honrarse porque define lo que hemos sido, lo que somos. Hallar la muerte dentro del rosal es nuestro sino.


lunes, 17 de octubre de 2016

Y su sangre ya viene cantando

"Y su sangre ya viene cantando: 
cantando por marismas y praderas, 
resbalando por cuernos ateridos 
vacilando sin alma por la niebla"

(Federico García Lorca)

Foto de Laure Crespy

Se terminó el hilo de la temporada taurina; una temporada que, como una madeja con demasiados nudos, no resultó continua, sino cortada por la mitad, dejando en uno de los cabos, el tremendo desorden de la muerte.

Comenzaron a tejerse las corridas allá por el mes de febrero, con la feliz noticia de una resurrección. David Mora y Jiménez Fortes volvían a vestirse de luces en Vistalegre, retomando una vieja senda: la de los hombres que deben seguir su destino hasta las últimas consecuencias. No satisfecho con este renacer, en San Isidro, hiló Mora otra historia épica, además de unas trincherillas que ni el implacable viento de Las Ventas ha sido capaz de llevarse. Este capítulo, cuyo prólogo fue un emocionante brindis al doctor García Padrós, también contó con la aparición de un excelente Alcurrucén, de nombre "Malagueño"; pero no fue el único toro de bandera al principio de este embrollo que llamamos temporada: inolvidables "Cobradiezmos" de Victorino Martín, indultado por Manuel Escribano en La Maestranza, o el fiero "Camarín", de Baltasar Iban, al que Alberto Aguilar trasteó un inicio de faena de torero que se viste por los pies. Y de las mieles, al abismo necesario, con aquella corrida de Saltillo que llevaba la muerte en la imaginación, a la que tres matadores valientes, junto a sus cuadrillas, le hicieron frente en las postrimerías de mayo. 

Foto de Juan Pelegrín

De la primavera al verano, y cuando Pamplona ardía en mitad del jolgorio de San Fermín, apareció, sin avisar, como de costumbre, la muerte. La tarde del 9 de julio, un pitón atravesó el pecho de Víctor Barrio, trastocándolo todo. La parca se llevó por delante las resurrecciones de invierno y los triunfos primaverales, el brillo y la alegría cosidos a esta vieja fiesta. Un ataud portado por toreros descendió las calles empedradas de Sepúlveda, los crespones negros comenzaron a brotar en las chaquetillas, y nada volvió a ser como antes. El 10 de julio, horas después del fallecimiento de Víctor Barrio, a la hora del paseíllo, en Pamplona sonó un desasogante silencio poco antes de que, sin tregua, una inmensa corrida de Pedraza de Yeltes saliera de los chiqueros de La Misericordia. Se lloró entonces en el ruedo y en los tendidos, no sólo por el héroe muerto, sino por todos sus compañeros que tenían que continuar la temporada con la muerte a cuestas. El traje de luces jamás pesó tanto. 

Foto de André Viard

El sol no volvió a brillar hasta el descorche de agosto, en Azpeitia, donde, a orillas del Urola, Curro Díaz trenzó una faena de oro a un toro de Pedraza llamado "Sombreto". Porque el de Linares, testigo silente de la cornada de Víctor Barrio, está tocado por la varita, y ni la muerte ha podido apagar su toreo este año. Él y Talavante han dispendiado personalidad, gusto y clase, con toro y sin él. Y aunque Manzanares se llevó merecidamente la Puerta Grande en Madrid por una bellísima faena, la genialidad, por el momento, está reservada para Curro y Alejandro, un mano a mano que revolucionaría cualquier plaza el próximo año.

Soberbia también la temporada de Juan Bautista, amo absoluto de los anfiteatros romanos de Arles y Nîmes, donde estuvo majestuoso; apabullante Roca Rey, que ha pagado muy caro su valor, pero a quien su determinación lo hará figura; y algún nombre más, que se pierde en la maraña de tantas tardes de toros.


En estos días de mediados de octumbre, ha ido terminando la temporada, apagándose lentamente, desatando sus últimos nudos, en Zaragoza, en Jaén, en Madrid. Igual que cada año, los toreros y las cuadrillas -los afortunados- festejan el seguir vivos. Se suceden las celebraciones, las cenas, los brindis, los bailes; un epílogo feliz y amargo, a veces excesivo, a veces socavado por un silencio. Porque, aunque ya nadie desea volver a ver la sangre derramada en la arena, ésta surge, como un relámpago, en mitad de la despedida. Ciertas tardes de verano seguirán quemando varios inviernos.