domingo, 31 de julio de 2016

Brotó todo el agua, y el toreo

La tierra estaba seca.
No había ríos ni fuentes.
Y brotó de tus ojos
el agua, todo el agua.


Sucedió en Azpeitia donde, a las siete de la tarde, las nubes que se agarraban a la montaña de Izoarriz decidieron bajar hasta el valle del Urola, y allí, violentamente, abrieron sus ojos, y cayó el agua, todo el agua, sobre la placita centenaria, sobre los tejadillos, sobre los burladeros rojos, sobre los toros guapos de Ana Romero, sobre la tela de los capotes, sobre los trajes de luces. Hasta las monjitas de las Siervas de María cerraron las ventanas de la última planta del convento, desde donde habían visto la lidia del primer toro.

En Azpeitia, todo era agua y barro, y a pesar de ello, los tres matadores (Juan Bautista, Daniel Luque y Borja Jiménez) decidieron tirar para adelante y no suspender la corrida. Una magnífica corrida, por cierto, de Ana Romero: toros en tipo, que derrochaban nobleza, arrancándose al toque, y muriendo con la boca cerrada. Seis buenos toros que, en otras circunstancias (climatológicas) y rematados por arriba (las espadas también resbalaron como la lluvia) habrían permitido que la terna saliera a hombros.

La mejor faena llevó la firma de Bautista al cuarto santacoloma, de nombre "Malva". Bautista y el diluvio, otra vez, la eterna pareja. La suavidad en los toques, el temple, la muleta empapada arrastrada sobre los charcos, la elegancia y el clasicismo. En Azpeitia, el sábado por la tarde, a la hora del diluvio, no sólo brotó todo el agua. También el toreo.

martes, 12 de julio de 2016

Sacrificio a una religión pagana

Sabio aquél que sabe escapar pronto
allí donde la gloria no perdura.
Pues aunque pronto crece el laurel
mucho antes que la rosa se marchita.

La muerte es una vieja historia y, sin embargo, siempre resulta nueva para alguien [Ivan Turgueniev]; incluso para los que conviven con ella. Tras el funeral de Víctor Barrio, un amigo, un torero, me reconocía: "La frase de nos jugamos la vida es real pero, a veces, nosotros mismos no le damos importancia". A propósito de esta confesión, Stefan Zweig escribió que no bastaba con pensar en la muerte, sino que se debía tener siempre delante: "Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre".


Después del fallecimiento de Paquirri, Yiyo, Manolo Montoliú o Soto Vargas, la muerte ha vuelto a visitar el ruedo para poner las cosas en su sitio. Todas las religiones a lo largo de los tiempos han exigido sacrificios a los dioses y, el toreo -que es una religión pagana- también cumple esta imposición universal. Es un mecanismo tan fácil como antiguo. Una cornada certera se lleva por delante, no sólo la vida de un hombre, sino, además, todo lo excesivo y dionisíaco que encierra la Fiesta.  

El toreo siempre ha sido una aventura en la que se puede perder la vida o ganar la gloria. No obstante, como ya apuntaba Antonio Díaz Cañabate en 1970: "Los riesgos de la profesión taurina, por los avances de la cirugía […], son mucho menores que los de antaño y por consecuencia la aureola heroica del torero ha empalidecido con pérdida de sus vivos fulgores". Y otra frase del mismo libro: "Una corrida de toros es un espectáculo cruel y, por lo tanto, serio y fuera de alegrías, aunque sólo sean superficiales y fugaces".


La súbita muerte de Víctor Barrio en la arena nos ha hecho reflexionar sobre el valor de la vida y, si tenemos fe, devolverá los fulgores a aquellos que se visten de luces y calmará la sed de los dioses por varias temporadas. La parca ha venido a ajustar un viejo reloj que iba perdiendo precisión... Y por las gradas ya sube Víctor con toda su muerte a cuestas. "Buscaba su hermoso cuerpo y encontró su sangre abierta".

Ante esa jóven cabeza laureada
contemplarán tu cuerpo inerte
y descubrirán entre los rizos de tu pelo
una guirnalda aún sin marchitar.

(Alfred E. Housman)

Fotos de Pablo Alonso

domingo, 10 de julio de 2016

Que la vida va en serio

"El toreo es el único arte que juega con la muerte" (Montherland)


Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde. Generalmente, demasiado tarde. "Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante", que escribió el poeta; aunque, a veces, la vida, incluso siendo joven, puede llevarte por delante a ti. 

En mitad del jolgorio, de la vitalidad de las fiestas de San Fermín, la noche del 9 de julio, a las once, como de costumbre, sobre la ciudad sonó el estallido de los fuegos artificiales. En los bulevares, en los parques y en las explanadas, la gente se congregó para ver las luces. Nadie, o casi nadie, sabía que, pocas horas antes, un toro había matado a Víctor Barrio en la plaza de Teruel. La universalmente llamada "Fiesta del Toro" continuaba sin rastro de dolor o luto. Y nadie era culpable ni de la reciente desgracia ni de la irrefrenable alegría que desbordaba Pamplona. Nadie. Porque morir en el ruedo es una clausula ineludible en el oficio del torero.


La certeza de que todo puede cambiar demasiado deprisa, y de que hasta los bienes aparentemente más sólidos pueden agotarse o desaparecer, se adquiere la tarde en la que se descubre el significado de una corrida de toros. Es entonces cuando se comprende que la vida va en serio y que los días felices no son un maná celestial, como los fuegos artificiales en verano. Víctor Barrio moría en Teruel de una cornada en el pecho mientras en Pamplona otros toreros se jugaban la vida bajo los cánticos de las peñas. En una plaza, la moneda caía de cara; en la otra, de cruz. Y hasta que esa realidad no nos golpea, seguimos pensando que la muerte sólo es una dimensión más del teatro. "Sabemos que esto puede pasar pero, en el fondo, nunca esperamos que pase. La muerte nos sigue sorprendiendo, incluso vistiéndonos de torero", fueron las palabras anoche de un amigo.

Sin embargo, aunque nadie es responsable de la muerte de Víctor Barrio salvo el propio Víctor Barrio, aunque cada 9 de julio Pamplona reverbera con su San Fermín, la fría noticia de la muerte de un torero que venía a llevarse la vida por delante, resultó demasiado triste, demasiado descarnada. Y llorar, en mitad de la gente y la alegría de la fiesta, se volvió inevitable; lágrimas por él y por todos los toreros, por pena y por gratitud, porque ellos nos enseñan lo en serio que va la vida.