lunes, 30 de diciembre de 2013

La carreta fantasma llega por Nochevieja


Al cumplir cuatro años, me hice socia por primera vez de un videoclub. Emilio, el dueño, tenía una nutrida colección de películas de dibujos animados y todas estaban a mi disposición. La única condición consistía en rebobinar la cinta antes de devolverla. Con la aparición del DVD, Emilio cerró su negocio, desencadenando en mi persona un pequeño drama existencial. Afortunadamente, no transcurrió demasiado tiempo hasta que Mario abrió el videoclub Acción, en la calle Agentes Comerciales. Me enorgullece afirmar, sin el menor género de dudas, que Algeciras posee el mejor videoclub de España. La colección es tan amplia que las películas, guardadas de canto, no caben en las estanterías. Hay de todos los géneros: comedia, drama, romance, suspense, musical, histórico, acción, fantástico, erótico, cine español, cine internacional, novedades y clásico.
 

El 25 de diciembre por la noche, después de la ciclogénesis que se llevó por delante techos y cornisas, en una Algeciras desierta, el videoclub Acción permanecía abierto. Era la única luz encendida en la calle Agentes Comerciales, y dentro, como de costumbre, estaba Mario, buscando un hueco para la última remesa de películas. Había una novedad que no pasaba desapercibida en la estantería de Cine Clásico: "La carreta fantasma" (1921) del genial director sueco Víctor Sjöström, autor también de esa pequeña joya del mudo titulada "El viento" (1928). Por 1´80€, "La carreta fantasma", basado en un libro de Selma Lagerlöf, recaló en casa.
 
 
Según una leyenda nórdica, si un gran pecador es la última persona que muere al finalizar el año, sufre la condena de conducir la temible Carreta Fantasma, encargada de recoger las almas de los fallecidos, hasta las campanadas de la siguiente Nochevieja. Para narrar esta sombría historia, repleta de hallazgos cinematográficos, Sjöström, con su virtuosismo habitual, inventó las sobreimpresiones y perfeccionó el flashback, recursos prácticamente inéditos en 1921, año en el que Chaplin rodó "El Chico" y, en España, José Buchs hizo lo propio con "La verbena de la paloma".
 

 
Sean prudentes, pues, esta Nochevieja, pequen lo justo, visiten un buen videoclub si tienen oportunidad, y péguenle un recorte a la carreta fantasma.
 
 

sábado, 28 de diciembre de 2013

¡Ay, qué meriendas! ¡Ay, qué tocinos!


En estas fechas navideñas nos ponemos de grana y oro. Ya dice el refrán castellano que "con barriga vacía, ninguno muestra alegría". A veces, la copla también le canta a la glotonería y las bondades de la despensa, como en aquel tanguillo, ¡Ay, qué risa!, con letra de Rafael de León. 
 
No soy de Hungría, ni soy de Holanda,
soy la gitana de cuchipanda.
Yo soy la niña de unos barones,
que en Cádiz tienen sus posesiones,
y cuatro tiendas de ultramarinos,
¡Ay, qué meriendas! ¡Ay, qué tocinos!
que en el almuerzo, con la pringá
no nos podemos remenear.
Por eso siempre, de madrugada
se queda el forro de la alacena
que es una pena, porque en el forro
no queda nada.

¡Ay, que risa! señora marquesa,
con el camafeo, que risa me da,
con el tentempié, de la cuchará.
En la taza de la mayonesa,
metiendo los dedos con urbaniá,
y a la rebañé de la poleá.
Yo me suelo tomar los fuagrases,
y los entremeses, y las bullebases
a la marsellese de la papillón.
Y me siento después en los sofases,
como los marqueses, y bebo coñases
y estiro los pieses en la cheseslón.


Disfruten del banquete de Año Nuevo y estiren los pieses en el cheseslón, sin olvidar otro de nuestros refranes: "de tragones están llenos los panteones".

 

jueves, 26 de diciembre de 2013

Del Papá Noel siniestro al Papá Noel picantón

A comienzos del siglo XX, el disfraz de Papá Noel aún no estaba perfeccionado. La imagen de Santa Claus, más próxima a Halloween que a Navidad, daba tanto miedo como el Golem de Meyrink y nada en él invitaba a sentarse sobre sus rodillas. Hasta 1931, este personaje, ahora cariñoso y tierno, se representaba de múltiples formas, a veces con un aspecto siniestro.

 
La internacionalización del actual look de Papá Noel, de barba blanca, vestido con su traje de terciopelo rojo, así como su perfil rollizo, se lo debemos a la bendita Coca-Cola. En los años 20, la compañía se inspiró en las ilustraciones del alemán Thomas Nast -que imaginaba a Santa Claus como un elfo que ayudaba al Ejército de la Unión- para sus campañas de Navidad.
 
 
Sin embargo, el Papá Noel definitivo llegó en 1931, cuando Coca-Cola contrató al ilustrador Haddon Sundblom, padre del mayor icono publicitario navideño, que diseñó un Santa más realista que el elfo de Nast. Como fuente de inspiración, Sundblom bebió del poema A visit from St. Nicholas, escrito por Clement Clarke Moore en 1822.
 
His eyes—how they twinkled! his dimples, how merry!
His cheeks were like roses, his nose like a cherry!
His droll little mouth was drawn up like a bow,
And the beard on his chin was as white as the snow;
The stump of a pipe he held tight in his teeth,
And the smoke, it encircled his head like a wreath;
He had a broad face and a little round belly
That shook when he laughed, like a bowl full of jelly.  
 
Sólo hubo un detalle que no era negociable: el Papá Noel de Sundblom vestiría de rojo porque era el color corporativo de la Coca-Cola. Y así, desde 1931 y hasta 1964, el definitivo Santa Claus inundó las revistas, carteles y vallas publicitarias estadounidenses, repartiendo juguetes, hablando con los niños, descendiendo por chimeneas y, por supuesto, bebiendo botellines del famoso refresco.


 
A partir de entonces, las versiones que se han realizado del Papá Noel de Thomas Nast son innumerables... y algunas no tan cándidas.
 
 

martes, 24 de diciembre de 2013

La Navidad cálida de Cela


Si la navidad, sin albo sombrero aquí en el hemisferio norte, virase con el mundo cualquier mañana para presentársenos de pronto florida y primaveral, un temblor de desasosiego recorrería, tembloroso como un ciempiés con sus mil patitas dormidas, el espinazo de la humanidad.

Nadie se atrevería a emborrachar el pavo; a comprar las hermosas, lujuriosas ruedas de mazapán de Toledo, con la efigie del bigotudo fundador de la casa en dulce tricromía de oros y azules de cajas de puros; a beber el barato y ruidoso champán catalán de las baratas fiestas familiares, esas jolgoriosas reuniones de toda la familia y el novio de la niña –que prepara oposiciones a notarías o registros, las que antes salgan-, donde el único semblante nublado es el del patrón, que piensa en los treinta y un días de enero.

Sería la era atómica –o algo muy parecido- la navidad vestida de tul. Los modistos de señora correrían despavoridos al observatorio, y el sabio de turno, mesándose la luenga barba –como corresponde-, les susurraría tímidas confortadoras palabritas de consuelo y resignación, al oído. Los niños echarían su piel color de rosa del mes de abril y las señoritas casaderas, ya con los partes de boda encargados, se columpiarían en la guirnalda del suave ridículo como griegas de la antigüedad.

Daríamos lo que se nos pidiera –confiamos en que nunca se nos pediría demasiado- por poder usar en la navidad, alrededor del día de Inocentes, nuestro hermoso jipijapa blanco. Miraríamos a los turistas de un modo realmente comprensivo y nos reiríamos las tripas, en el depósito de cadáveres, contemplando los graciosos adolescentes muertos de insolación. Los niños pedirían helados de grosella –helados para el exclusivo uso de orquídeas y caracoles- a sus tíos carnales, y las niñas vocearían sin compás buscando a la viudita del conde del romance. Son las cosas que la guerra trae –dirían los sesudos varones- al alimón con la gripe y la disentería, las cosas malas que la guerra nos deja… Los mirlos silbarían a Bach –en lugar de silbar a Chopin y a Strawinsky, que sería lo correcto-, y los familiares canarios que pican terrones de azúcar entonarían, de todo corazón, piadosos himnos al compás de tres por cuatro.

Nadie, en su insensatez, podría calcular el mal de los refranes del campo al quebrar las leyes de la indumentaria.

A la navidad en viernes, siembra por do pudieres, respaldado por su primo hermano el navidad en domingo, vende los bueyes y échalos en trigo, se opondrían siempre las sinrazones de la piscina decembrina, de la vaporosa toilette navideña, del niño que suda en el Retiro, sintiéndose hondamente, despiadadamente desgraciado.

Calculamos el error óptico de la presbicia del mundo, cuando vemos al loco barbudo que se empeña en escribir cuentos breves sólo por ver su nombre en letra de molde. Es grave lo que sucede. Sólo la mera divagación, bordeando siempre la costa mansa de la indiferencia, puede con las sombras del que se queda –como un ciervo disecado-, rascándole el pie a la navidad del siempre fuera de tiempo.

Seamos caritativos y pensemos que la navidad llegue vestida de blanco como una novia. Los himnos de los poblados temblarían colgados de las acacias y el muérdago y el acebo de los árboles de navidad se sentirían más, todavía más verdes que en todos los años conocidos.

Recemos porque así sea. La navidad llega con el fin de año, y el tictac del reloj de cuco –el único reloj con vida- sopla las migas de turrón de Jijona que quedan sobre el mantel azul con flores blancas de las grandes solemnidades.

Es, quizá, lo mejor y más saludable. Algo así como el agua medicinal que, a cambio del mal olor, nos quita todos los granos y sarpullidos que hace años nos enviaron por correo, desde la Guinea continental.
 
CAMILO JOSÉ CELA (1963)

Feliz y cálida Nochebuena, amigos

lunes, 23 de diciembre de 2013

Papel de regalo sin espíritu navideño

 
Comienza el quebradero de cabeza con los regalos de Navidad: Papá Noel, Amigo Invisible, Reyes Magos... En muchos casos, usted no tiene ni pizca de ganas de obsequiar a su suegra, al sobrino que se pasa el verano berreándole al oído, a la tía que le martirizó durante la infancia, al compañero pelmazo de la oficina o a esa novia que nunca se encuentra del todo satisfecha. Para estos compromisos, se han inventado los papeles de regalo con mensaje subliminal, a veces no muy sutiles pero sí efectivos. Seguro que causarán efecto entre sus allegados y, con suerte, el próximo año se librará del temido ritual de los agasajos bajo el árbol navideño.
 
Si ya lo tienes, puedes quedarte esperando porque paso de hacer cola en la FNAC
 
Adoro sacar a la luz tu hipocresía con mis regalos podridos
 
No puedo gastar más en tu regalo porque ahorro para ir a esquiar

sábado, 21 de diciembre de 2013

Llenar la despensa

Se movió con lentitud por la casa, para no hacer ruido, se preparó un café y fue a hacer la compra a la tienda de la esquina. Compró cuatro latas de sardinas, una docena de huevos, tomates, un melón, pan y ocho croquetas de bacalao, de ésas ya preparadas que sólo hay que recalentar en la sartén. Después vio un pequeño jamón ahumado que colgaba de un gancho, recubierto de paprika, y Pereira lo compró.
 
- Veo que ha decidido llenar la despensa, señor Pereira -comentó el tendero-.
 
[...] Frente al portal se hallaba el mercado del barrio y la Guardia Nacional Republicana estaba estacionada allí con dos camionetas. Pereira sabía que el mercado estaba agitado porque el día anterior, en Alentejo, la policía había matado a un carretero que abastecía los mercados y que era socialista (fragmento de Sostiene Pereira por Antonio Tabucchi).

 

jueves, 19 de diciembre de 2013

Ya están ahí las nubes


¿De dónde, ligeras, pesadas, blancas, grises pasajeras del cielo, amantes del viento, vosotras nubes? ¿Qué sería de los cielos sin vosotras a quienes desgarran las montañas y a quienes tan dulcemente se entregan lomas y cerros? Cuando va vuestra sombra sobre los llanos, cuando se pliega sobre los barrancos, cuando parte en claros y oscuros los trigos, cuando bajáis tremendas, o graciosas subís, vosotras nubes, nostalgia de la tierra, ligeras desterradas, apresuradas amantes, cuyo besar nunca es largo, cuyo destino es tan humano que está pendiente del primer viento.
 
- Ya están ahí las nubes, dicen los labradores. Y vuestra enorme presencia muda, llenando el cielo, añade no sé qué misterio a la vida. Ya están ahí las nubes.
 
Es un ligero humo blanco primero, tenue, casi invisible, un algodoncillo sobre la sierra que se confunde con la nieve, y luego unas manos inmensas que van palpando el azul, estrujándolo, ciñiéndolo, abriéndolo en grandes lagunas por donde se escapan los ojos.
 
- Ya están ahí las nubes.
 
Y las nubes, como los enamorados, se hacen huidizas con el deseo e impertinentes con la abundancia. Pero su presencia llena su nombre, como su fecundidad.
 
JOSÉ ANTONIO MUÑOZ ROJAS
 
 
El cielo poblado de nubes suntuosas, blancas, grisáceas o tormentosas, parecía más inmenso. Y la alegría de la tierra se exaltaba con estos días de azul y nubes [...] Cuando llovía y hacía sol al mismo tiempo, los chiquillos, en el pueblo, cantaban coplas alusivas a ciertas desconsideraciones del demonio. Pero el campo estaba limpio, transparente, prometedor, como el aire inicial de una caricia ilimitada y tiernísima.
 
Las nubes bogaban, majestuosas, a través de la inmensidad. Cúmulos de nácar, montañas de nieves, gigantescas masas verticales -rosas, celestes, cárdenas-, tras las que parecía ocultarse no el cielo azul de los soles y los astros, sino la eternidad de los ángeles, las vírgenes y el Padre Eterno.
 
JOAQUÍN ROMERO MURUBE 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Por fin podía servir a mi mozo de espadas...

"No creo que ningún magnate del mundo, por muy poderoso que sea, pueda tener nunca a su lado un servidor de las condiciones excepcionales y valiosas de un mozo de espadas. Hablo, claro está, de los verdaderos mozos de espadas, porque ya sé que en planeta de los toros abundan los pícaros que a todos los menesteres taurinos llevan su picardía. Un auténtico mozo de espadas es el hombre de confianza del matador y algo más: sus pies y sus manos. Un torero puede prescindir de mucha gente que le rodea en la plaza y fuera de la plaza, pero jamás de un mozo de espadas".
(Antonio Díaz-Cañabate)
 
Ilustración de Roberto Domingo y Fallola.
Los pies y manos de Conchita Cintrón llevaba por nombre Tavares...
 
Qué poco se ha dicho del mozo de espadas. Y sin embargo, sin él no sería igual la fiesta. De los años pasados en el ruedo, lo que más extraño es su presencia amiga y dedicada; su figura ejemplar de fiel servidor. Y es que servir es un arte. Y cuando hemos sido bien servidos, jamás podemos olvidar la deuda contraída con quien nos sirvió.

Comprendo bien a ese senador americano que pidió lo enterrarán junto a su vieja ama negra.
—Quiero volver a oír su voz —explicaba— el día de la resurrección quiero oírla, otra vez, llamándome... ¡Niño...! son horas de despertar. . .

Un día —llevaba yo dieciocho años sin los ruedos— me pidieron una entrevista para la revista Vogue. Llamaba, desde Madrid, la condesa de Romanones explicándome que se trataba de un artículo importante, como otros ya realizados sobre personas "glamorosas". El fotógrafo vendría de Francia... el escritor de Estados Unidos . . . Hice lo posible por salir del compromiso. Di mis razones: no era nada "glamorosa", ni tenía gobelinos en casa, ni caballos, ni el último grito en vestidos. En casa había muchos niños, muchos libros, mucho papel, muchos perros y una máquina de escribir. Pues bastó aquello, para que no me pudiera escapar del caso. Dije que estaría en Londres. Pues irían a Londres. Total: desistí y accedí: vendrían a Lisboa.

—Mira —me recomendó Aline Romanones—, tú te haces un masaje por nuestra cuenta... te peinas y no se te olviden las pestañas postizas. Los vestidos irán desde París. Van cinco personas para realizar el plan.

Hacía años no me preocuparía uno o cien periodistas y fotógrafos. Pero ahora no era igual. ¿Qué iba a hacer con ellos? Me sentí sumamente infeliz, y siguiendo los consejos de Aline fui a la peluquería y pedí las pestañas para probar los resultados. Todo iba muy bien; me aplicaron las cremas y pomadas, las luces y los masajes y por fin . . . las pestañas. Pero por infelicidad mía, me estorbaban enormemente. Viéndolas, largas y lustrosas, saltitando frente a mis ojos, no podía ni hablar. Y yo tenía —sobre todo— que hablar. Por fin —para gran decepción de la masajista— me las quité y las metí en el bolsillo.


Llegué a casa. ¿Qué hacer? Y sin darle más vueltas al problema tomé el teléfono y llamé a Tavares. Tavares fue mi mozo de espadas y estaba retirado, como yo, de los toros. Era empleado del Estado.
—Tavares —le dije—, ...yo tengo que volver a ser "vedette" por tres días... ¿a usted le importaría volver a ser mozo de espadas durante esos días?
—¡Me encantaría! —contestó mi amigo—, nada me agradaría más que volver a servirle... pediré tres días de mis vacaciones. ¿Cuándo me necesita?
—El lunes.
—Allí estaré.

Y aunque parezca mentira, yo, que andaba como colegiala despistada por una tontería como es una entrevista, al oír la voz de mi mozo de espadas me sentí capaz de enfrentar el mundo. Es la sensación con que se va a la plaza. Porque a la plaza no se va con la duda de poder con el toro. Se va con la certeza de poder hasta con lo imprevisto. Y esta certeza se obtiene —en gran parte— gracias al ambiente fenomenal creado por los que acompañan y sirven a quien está en la arena.

Cuando terminamos con los tres días de la entrevista (Tavares mandó planchar las camisas bordadas necesarias, descubrió las luces deseadas, sabía todo lo que hacía falta y todo hizo) Tavares regresó a su oficina y yo a mi vida hogareña.


Dos días después me llamó el mozo de espadas.
—Quisiera rogarle un favor... —dudó un poco y luego prosiguió—: ...un favor muy grande... yo quisiera tener un traje de luces —y se apresuró a añadir— ...uno muy viejo, uno que nadie quisiera. Que no sirviera para nada... aunque fuera de un color la chaquetilla y de otro la taleguilla... lo pondría en una silla en mi sala. Y cuando regresara de mi trabajo, al fin del día, doblaría la taleguilla ... y acomodaría la chaquetilla... y colocaría las zapatillas frente a la silla... Sabe... aquello sería un espejo de lo que fueron cuarenta años de mi vida...

La semana siguiente me encontré con Antonio Bienvenida en Madrid, y le leí una carta en que Tavares me repetía su deseo. De repente, noté que Antonio miraba hacia otro lado.
—Oye... —le dije: ¿...no te interesa?
¡Calla, mujer! —me contestó el torero— ¿no ves que se me caen las lágrimas?
—¿Y me das un traje? —insistí.
—Todo... completo... ¡hasta con tirantes! —me contestó el matador.

Y regresé a Lisboa con el paquete para Tavares. Y me sentí feliz. Por fin podía servir a mi mozo de espadas.

CONCHITA CINTRÓN
Lisboa, 1973
 
Gonzalito, el genial mozo de espadas de Curro Romero
 

martes, 17 de diciembre de 2013

La chica que recibió a Mister Marshall


Lolita Sevilla, depositada por la cigüeña en la ciudad cuyo nombre adoptó a los siete años, al lanzarse a la conquista del vellocino de oro, ha estrenado y popularizado importantes canciones en la escena, en la pantalla y en el disco, siendo una de ellas la titulada Lolita Sevilla, original de Francisco Cambres y José María Gallardo, con música del compositor Rafael Jaén.

Lola, te dicen las olas,
sevillana y española
de la cabeza a los pies.
Lola, tu garbo y salero
son de España pregoneros
que te brindan su querer.
Eres golondrina
surcando los mares,
dejando en tus coplas
perfumes de azahares.


Como recordaba Manuel Francisco Reina, cuando contaba sólo con 8 años ya sabía mover los brazos y arrancarse por bulerías, y mostraba gran interés por la cinematografía, siendo sus ídolos Clark Gable y Greta Garbo. La primera película en la que actúa como intérprete es la maravillosa y esperpéntica Bienvenido Mr. Marshall, dirigida por Berlanga, que sienta los bases de la comedia realista. Los fragmentos antológicos son numerosos, como los sueños de las personalidades de Villar del Río.
 
 
Cántame un pasodoble español, letra y música de Tony Leblanc, no ha tenido intérprete más afortunada que Lolita Sevilla.
 
Si comparas
un alegre pasodoble
con los mambos,
bugui-buguis y el danzón,
verás que entre todos ellos
lo que vale es lo español.
 
 
María de los Ángeles Moreno Gómez, conocida artísticamente como Lolita Sevilla, nacida en la sevillana calle de Eslava, en el número 3, ha fallecido este lunes. Sin ella ya no podemos recibir a Mr. Marshall con alegría berlanguiana. Descanse en paz y entre coplillas.
 
 

lunes, 16 de diciembre de 2013

El festival de La Pañoleta (II)

"Antes entraba usted en un hotel y sabía usted por el olor dónde estaban los picadores... Olían a linlimento del tío ése de los bigotes. Andaban siempre por lo suelos. Hoy algunos hasta llevan agua de colonia en la sombrerera de los castoreños" (Luis Fuentes Bejarano)
 

Seguimos con la segunda parte del cuento "El festival de La Pañoleta" escrito en 1959 por el siempre brillante Aquilino Duque. Pinchen sobre este enlace si se perdieron el arranque de la historia.

La corrida era un festival de traje corto. Cinco muchachos de los pueblos vecinos habían pagado cincuenta duros por barba al arrendatario de la plaza para enfrentarse con cinco novillos desecho de tienta y cerrado. Los carteles anunciaban en llamativos caracteres rojos "Corrida Concurso", y a ella acudía gente de los pueblos como el que va a una competición de boxeo o de lucha libre, a ver si era el paisano capaz de mojarle la oreja a los otros cuatro compañeros. El famoso ex matador Diego de los Reyes rejonearía y daría muerte a estoque a una brava res de la acreditada ganadería de doña Concepción Soto; de director de la lidia actuaría Luis Fuentes Bejarano, y para Luis Fuente Bejarano fue la primera y más unánime y cerrada ovación de la tarde.
 
Plaza de La Pañoleta, en Camas

Estaba ya la placita de bote en bote: las barreras recién pintadas de rojo, el ruedo recién enarenado de amarillo, y sobre la esfera del reloj daba la bandera muletazos al aire azul turquí. En la puerta de cuadrillas aguardaban los toreros el momento de iniciar el paseíllo; uno fumaba; otro frotaba los pies contra el suelo; otro plegaba cuidadosamente el capote de brega. Un bordoneo de saludos, pregones y pitos de feria hacía saltar la luz en mil pedazos y mezclaba en un mismo torbellino vertiginoso los vivos colores de los graderíos. A las cinco en punto, el pañuelo de la presidencia y el cornetín de órdenes detuvieron en seco el carrusel. Cesaron el bullicio y la confusión y volvió cada color y cada sonido al sitio que le correspondía. Los torerillos dejaron paso al rejoneador que salía a pedir la llave.
 
El rejoneador, vestido de color tabaco sobre una jaquilla ojo de perdiz era la viva imagen de la vaga y remota afición perdida. Apenas si algún pito desganado o una palma nostálgica acompañaron su fugaz paseo por el ruedo. La jaca era demasiado chica y él tenía las piernas demasiado largas y se curvaba con una desgarbada indiferencia color ojo de perdiz sobre la perilla de la montura. Por fin se le vio de nuevo al frente de las cuadrillas.
 
Retrato de Luis Fuentes Bejarano

Fuentes Bejarano, de negro traje campero, el capote a la cintura, apoyado el peso del cuerpo sobre la pierna derecha, fumaba un habano. Apenas De los Reyes en su sitio, tiro él el cigarro y, el recto torso algo adelantado, el sombrero negro sobre la cara curtida, se terció el capote al brazo derecho y se lo trajo a la espalda el tiempo que avanzaba la pierna izquierda. La ovación fue enorme. No era en sí lo que hiciera, sino el cómo lo había hecho lo que de pronto había estremecido a la gente. Un leve gesto sobrio, apenas perceptible de tan fino, y de tan fino hondo y punzante como un rejón de muerte había súbitamente revestido su figura del oro viejo de las tardes triunfales. El lidiador medio y clásico, el matador de estampa antigua venía a confirmar por aquel solo gesto su señorío inmemorial de plazas y carteles, y a demostrar que, pese a llevar tantos años retirado, él no era más que torero, que él no podía ser otra cosa que torero.
 
AQUILINO DUQUE
 

viernes, 13 de diciembre de 2013

El festival de La Pañoleta (I)

Para los amantes de los toros es un orgullo que un intelectual tan brillante como Aquilino Duque Gimeno sea aficionado. En el libro "La operación Marabú", donde se recopilan todos sus cuentos, encontré uno, de corte costumbrista, en el que describe el ambiente que se respira en Camas una tarde en la que se celebra un festival en la plaza de La Pañoleta. Como el relato es extenso, he decidido dividirlo en dos capítulos. Aquí les dejo el primero de ellos.
 
Camas y La Pañoleta

Aquella tarde había toros en La Pañoleta. Un gentío modestamente endomingado se estacionaba frente a las bodegas o hacía cola ante las taquillas de la plaza. De vez en cuando el tranvía de Sevilla o el autobús de Gines dejaban caer un viaje de gente en la parada y se volvían a ir de vacío. Muchachas vestidas de rosa, de amarillo, de celeste llegaban cogidas del brazo por la carretera de Camas o bajaban la cuesta de Castilleja chillando y jaleando a los brillantes automóviles cromados que subían a todo gas hacia el Tiro de Pichón. Por los soportales de la Bodega Gaviño, decorados de anuncios de coñac y carteles de toros, circulaban entre las mesas de tijera colmadas de botellas, vasos y papeles de estraza vendedores de lotería y de mariscos, betuneros, alguna mujer con una tirada de papeletas de rifa y una cesta de mimbre llena de tortas de aceite y coronada de reolinas de papel de colores, algún niño que cantaba flamenco y alargaba la mano...


Y este mismo mundo vario y coloreado invadía en interior, la gran nave destartalada de desnivelado suelo terrizo, donde el alto fulgor áureo de los tragaluces incidía en inexorables rayos pulverizados sobre la gorda sangre del vino de Málaga y los claros metales de la manzanilla. Se estrellaba el sol en los cañeros, en los que el vino ardía como la candelería de un paso de palio. En el suelo se iban amontonando los despojos rosa de las gambas y los langostinos, los huesos verdes de las aceitunas, y ante los platillos de alcaparrones como bolitas de incienso y de rajas de queso como goterones de cera, el polvo que en la deslumbrada penumbra levantaban botos camperos y varitas de acebuche, ennoblecido por la luz de afuera, trazaba canónicas aureolas sobre las romanas tonsuras de los tratantes de ganado.

 
Toda la nave era un puro contraluz de iglesia, un abigarrado cúmulo de siluetas de vidriera, y los mantones de Manila, los pañolones estampados, las botitas de corinto y los sombrerazos de caramelo adquirían la nueva y extraña calidad cromática de una escena contemplada a través de una copa de vino. Algún viejo cartel de toros brillaba con vida y colores propios sobre el muro desnudo entre barriles y telarañas, y los pregones largos de mariscos, flores, altramuces y viseras para el sol tejían una fina malla deslumbrante a través de la cual era imposible distinguir el seseo fino de la capital del basto ceceo del Aljarafe.

AQUILINO DUQUE

Imagen de La Pañoleta