Para los amantes de los toros es un orgullo que un intelectual tan brillante como Aquilino Duque Gimeno sea aficionado. En el libro "La operación Marabú", donde se recopilan todos sus cuentos, encontré uno, de corte costumbrista, en el que describe el ambiente que se respira en Camas una tarde en la que se celebra un festival en la plaza de La Pañoleta. Como el relato es extenso, he decidido dividirlo en dos capítulos. Aquí les dejo el primero de ellos.
Camas y La Pañoleta
Aquella tarde había toros en La Pañoleta. Un gentío modestamente endomingado se estacionaba frente a las bodegas o hacía cola ante las taquillas de la plaza. De vez en cuando el tranvía de Sevilla o el autobús de Gines dejaban caer un viaje de gente en la parada y se volvían a ir de vacío. Muchachas vestidas de rosa, de amarillo, de celeste llegaban cogidas del brazo por la carretera de Camas o bajaban la cuesta de Castilleja chillando y jaleando a los brillantes automóviles cromados que subían a todo gas hacia el Tiro de Pichón. Por los soportales de la Bodega Gaviño, decorados de anuncios de coñac y carteles de toros, circulaban entre las mesas de tijera colmadas de botellas, vasos y papeles de estraza vendedores de lotería y de mariscos, betuneros, alguna mujer con una tirada de papeletas de rifa y una cesta de mimbre llena de tortas de aceite y coronada de reolinas de papel de colores, algún niño que cantaba flamenco y alargaba la mano...
Y este mismo mundo vario y coloreado invadía en interior, la gran nave destartalada de desnivelado suelo terrizo, donde el alto fulgor áureo de los tragaluces incidía en inexorables rayos pulverizados sobre la gorda sangre del vino de Málaga y los claros metales de la manzanilla. Se estrellaba el sol en los cañeros, en los que el vino ardía como la candelería de un paso de palio. En el suelo se iban amontonando los despojos rosa de las gambas y los langostinos, los huesos verdes de las aceitunas, y ante los platillos de alcaparrones como bolitas de incienso y de rajas de queso como goterones de cera, el polvo que en la deslumbrada penumbra levantaban botos camperos y varitas de acebuche, ennoblecido por la luz de afuera, trazaba canónicas aureolas sobre las romanas tonsuras de los tratantes de ganado.
Toda la nave era un puro contraluz de iglesia, un abigarrado cúmulo de siluetas de vidriera, y los mantones de Manila, los pañolones estampados, las botitas de corinto y los sombrerazos de caramelo adquirían la nueva y extraña calidad cromática de una escena contemplada a través de una copa de vino. Algún viejo cartel de toros brillaba con vida y colores propios sobre el muro desnudo entre barriles y telarañas, y los pregones largos de mariscos, flores, altramuces y viseras para el sol tejían una fina malla deslumbrante a través de la cual era imposible distinguir el seseo fino de la capital del basto ceceo del Aljarafe.
AQUILINO DUQUE
Imagen de La Pañoleta
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