Si la navidad, sin albo sombrero aquí en el hemisferio norte, virase con el mundo cualquier mañana para presentársenos de pronto florida y primaveral, un temblor de desasosiego recorrería, tembloroso como un ciempiés con sus mil patitas dormidas, el espinazo de la humanidad.
Nadie se atrevería a emborrachar el
pavo; a comprar las hermosas, lujuriosas ruedas de mazapán de
Toledo, con la efigie del bigotudo fundador de la casa en dulce
tricromía de oros y azules de cajas de puros; a beber el barato y
ruidoso champán catalán de las baratas fiestas familiares, esas
jolgoriosas reuniones de toda la familia y el novio de la niña –que
prepara oposiciones a notarías o registros, las que antes salgan-,
donde el único semblante nublado es el del patrón, que piensa en
los treinta y un días de enero.
Sería la era atómica –o algo muy
parecido- la navidad vestida de tul. Los modistos de señora
correrían despavoridos al observatorio, y el sabio de turno,
mesándose la luenga barba –como corresponde-, les susurraría
tímidas confortadoras palabritas de consuelo y resignación, al
oído. Los niños echarían su piel color de rosa del mes de abril y
las señoritas casaderas, ya con los partes de boda encargados, se
columpiarían en la guirnalda del suave ridículo como griegas de la
antigüedad.
Daríamos lo que se nos pidiera –confiamos en que nunca se nos pediría demasiado- por poder usar en la navidad, alrededor del día de Inocentes, nuestro hermoso jipijapa blanco. Miraríamos a los turistas de un modo realmente comprensivo y nos reiríamos las tripas, en el depósito de cadáveres, contemplando los graciosos adolescentes muertos de insolación. Los niños pedirían helados de grosella –helados para el exclusivo uso de orquídeas y caracoles- a sus tíos carnales, y las niñas vocearían sin compás buscando a la viudita del conde del romance. Son las cosas que la guerra trae –dirían los sesudos varones- al alimón con la gripe y la disentería, las cosas malas que la guerra nos deja… Los mirlos silbarían a Bach –en lugar de silbar a Chopin y a Strawinsky, que sería lo correcto-, y los familiares canarios que pican terrones de azúcar entonarían, de todo corazón, piadosos himnos al compás de tres por cuatro.
Nadie, en su insensatez, podría
calcular el mal de los refranes del campo al quebrar las leyes de la
indumentaria.
A la navidad en viernes, siembra por do
pudieres, respaldado por su primo hermano el navidad en domingo,
vende los bueyes y échalos en trigo, se opondrían siempre las
sinrazones de la piscina decembrina, de la vaporosa toilette
navideña, del niño que suda en el Retiro, sintiéndose hondamente,
despiadadamente desgraciado.
Calculamos el error óptico de la
presbicia del mundo, cuando vemos al loco barbudo que se empeña en
escribir cuentos breves sólo por ver su nombre en letra de molde. Es
grave lo que sucede. Sólo la mera divagación, bordeando siempre la
costa mansa de la indiferencia, puede con las sombras del que se
queda –como un ciervo disecado-, rascándole el pie a la navidad
del siempre fuera de tiempo.
Seamos caritativos y pensemos que la
navidad llegue vestida de blanco como una novia. Los himnos de los
poblados temblarían colgados de las acacias y el muérdago y el
acebo de los árboles de navidad se sentirían más, todavía más
verdes que en todos los años conocidos.
Recemos porque así sea. La navidad llega con el fin de año, y el tictac del reloj de cuco –el único reloj con vida- sopla las migas de turrón de Jijona que quedan sobre el mantel azul con flores blancas de las grandes solemnidades.
Es, quizá, lo mejor y más saludable.
Algo así como el agua medicinal que, a cambio del mal olor, nos
quita todos los granos y sarpullidos que hace años nos enviaron por
correo, desde la Guinea continental.
CAMILO JOSÉ CELA (1963)
Feliz y cálida Nochebuena, amigos
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