"Antes entraba usted en un hotel y sabía usted por el olor dónde estaban los picadores... Olían a linlimento del tío ése de los bigotes. Andaban siempre por lo suelos. Hoy algunos hasta llevan agua de colonia en la sombrerera de los castoreños" (Luis Fuentes Bejarano)
Seguimos con la segunda parte del cuento "El festival de La Pañoleta" escrito en 1959 por el siempre brillante Aquilino Duque. Pinchen sobre este enlace si se perdieron el arranque de la historia.
La corrida era un festival de traje corto. Cinco muchachos de los pueblos vecinos habían pagado cincuenta duros por barba al arrendatario de la plaza para enfrentarse con cinco novillos desecho de tienta y cerrado. Los carteles anunciaban en llamativos caracteres rojos "Corrida Concurso", y a ella acudía gente de los pueblos como el que va a una competición de boxeo o de lucha libre, a ver si era el paisano capaz de mojarle la oreja a los otros cuatro compañeros. El famoso ex matador Diego de los Reyes rejonearía y daría muerte a estoque a una brava res de la acreditada ganadería de doña Concepción Soto; de director de la lidia actuaría Luis Fuentes Bejarano, y para Luis Fuente Bejarano fue la primera y más unánime y cerrada ovación de la tarde.
Plaza de La Pañoleta, en Camas
Estaba ya la placita de bote en bote: las barreras recién pintadas de rojo, el ruedo recién enarenado de amarillo, y sobre la esfera del reloj daba la bandera muletazos al aire azul turquí. En la puerta de cuadrillas aguardaban los toreros el momento de iniciar el paseíllo; uno fumaba; otro frotaba los pies contra el suelo; otro plegaba cuidadosamente el capote de brega. Un bordoneo de saludos, pregones y pitos de feria hacía saltar la luz en mil pedazos y mezclaba en un mismo torbellino vertiginoso los vivos colores de los graderíos. A las cinco en punto, el pañuelo de la presidencia y el cornetín de órdenes detuvieron en seco el carrusel. Cesaron el bullicio y la confusión y volvió cada color y cada sonido al sitio que le correspondía. Los torerillos dejaron paso al rejoneador que salía a pedir la llave.
El rejoneador, vestido de color tabaco sobre una jaquilla ojo de perdiz era la viva imagen de la vaga y remota afición perdida. Apenas si algún pito desganado o una palma nostálgica acompañaron su fugaz paseo por el ruedo. La jaca era demasiado chica y él tenía las piernas demasiado largas y se curvaba con una desgarbada indiferencia color ojo de perdiz sobre la perilla de la montura. Por fin se le vio de nuevo al frente de las cuadrillas.
Retrato de Luis Fuentes Bejarano
Fuentes Bejarano, de negro traje campero, el capote a la cintura, apoyado el peso del cuerpo sobre la pierna derecha, fumaba un habano. Apenas De los Reyes en su sitio, tiro él el cigarro y, el recto torso algo adelantado, el sombrero negro sobre la cara curtida, se terció el capote al brazo derecho y se lo trajo a la espalda el tiempo que avanzaba la pierna izquierda. La ovación fue enorme. No era en sí lo que hiciera, sino el cómo lo había hecho lo que de pronto había estremecido a la gente. Un leve gesto sobrio, apenas perceptible de tan fino, y de tan fino hondo y punzante como un rejón de muerte había súbitamente revestido su figura del oro viejo de las tardes triunfales. El lidiador medio y clásico, el matador de estampa antigua venía a confirmar por aquel solo gesto su señorío inmemorial de plazas y carteles, y a demostrar que, pese a llevar tantos años retirado, él no era más que torero, que él no podía ser otra cosa que torero.
AQUILINO DUQUE
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