miércoles, 18 de diciembre de 2013

Por fin podía servir a mi mozo de espadas...

"No creo que ningún magnate del mundo, por muy poderoso que sea, pueda tener nunca a su lado un servidor de las condiciones excepcionales y valiosas de un mozo de espadas. Hablo, claro está, de los verdaderos mozos de espadas, porque ya sé que en planeta de los toros abundan los pícaros que a todos los menesteres taurinos llevan su picardía. Un auténtico mozo de espadas es el hombre de confianza del matador y algo más: sus pies y sus manos. Un torero puede prescindir de mucha gente que le rodea en la plaza y fuera de la plaza, pero jamás de un mozo de espadas".
(Antonio Díaz-Cañabate)
 
Ilustración de Roberto Domingo y Fallola.
Los pies y manos de Conchita Cintrón llevaba por nombre Tavares...
 
Qué poco se ha dicho del mozo de espadas. Y sin embargo, sin él no sería igual la fiesta. De los años pasados en el ruedo, lo que más extraño es su presencia amiga y dedicada; su figura ejemplar de fiel servidor. Y es que servir es un arte. Y cuando hemos sido bien servidos, jamás podemos olvidar la deuda contraída con quien nos sirvió.

Comprendo bien a ese senador americano que pidió lo enterrarán junto a su vieja ama negra.
—Quiero volver a oír su voz —explicaba— el día de la resurrección quiero oírla, otra vez, llamándome... ¡Niño...! son horas de despertar. . .

Un día —llevaba yo dieciocho años sin los ruedos— me pidieron una entrevista para la revista Vogue. Llamaba, desde Madrid, la condesa de Romanones explicándome que se trataba de un artículo importante, como otros ya realizados sobre personas "glamorosas". El fotógrafo vendría de Francia... el escritor de Estados Unidos . . . Hice lo posible por salir del compromiso. Di mis razones: no era nada "glamorosa", ni tenía gobelinos en casa, ni caballos, ni el último grito en vestidos. En casa había muchos niños, muchos libros, mucho papel, muchos perros y una máquina de escribir. Pues bastó aquello, para que no me pudiera escapar del caso. Dije que estaría en Londres. Pues irían a Londres. Total: desistí y accedí: vendrían a Lisboa.

—Mira —me recomendó Aline Romanones—, tú te haces un masaje por nuestra cuenta... te peinas y no se te olviden las pestañas postizas. Los vestidos irán desde París. Van cinco personas para realizar el plan.

Hacía años no me preocuparía uno o cien periodistas y fotógrafos. Pero ahora no era igual. ¿Qué iba a hacer con ellos? Me sentí sumamente infeliz, y siguiendo los consejos de Aline fui a la peluquería y pedí las pestañas para probar los resultados. Todo iba muy bien; me aplicaron las cremas y pomadas, las luces y los masajes y por fin . . . las pestañas. Pero por infelicidad mía, me estorbaban enormemente. Viéndolas, largas y lustrosas, saltitando frente a mis ojos, no podía ni hablar. Y yo tenía —sobre todo— que hablar. Por fin —para gran decepción de la masajista— me las quité y las metí en el bolsillo.


Llegué a casa. ¿Qué hacer? Y sin darle más vueltas al problema tomé el teléfono y llamé a Tavares. Tavares fue mi mozo de espadas y estaba retirado, como yo, de los toros. Era empleado del Estado.
—Tavares —le dije—, ...yo tengo que volver a ser "vedette" por tres días... ¿a usted le importaría volver a ser mozo de espadas durante esos días?
—¡Me encantaría! —contestó mi amigo—, nada me agradaría más que volver a servirle... pediré tres días de mis vacaciones. ¿Cuándo me necesita?
—El lunes.
—Allí estaré.

Y aunque parezca mentira, yo, que andaba como colegiala despistada por una tontería como es una entrevista, al oír la voz de mi mozo de espadas me sentí capaz de enfrentar el mundo. Es la sensación con que se va a la plaza. Porque a la plaza no se va con la duda de poder con el toro. Se va con la certeza de poder hasta con lo imprevisto. Y esta certeza se obtiene —en gran parte— gracias al ambiente fenomenal creado por los que acompañan y sirven a quien está en la arena.

Cuando terminamos con los tres días de la entrevista (Tavares mandó planchar las camisas bordadas necesarias, descubrió las luces deseadas, sabía todo lo que hacía falta y todo hizo) Tavares regresó a su oficina y yo a mi vida hogareña.


Dos días después me llamó el mozo de espadas.
—Quisiera rogarle un favor... —dudó un poco y luego prosiguió—: ...un favor muy grande... yo quisiera tener un traje de luces —y se apresuró a añadir— ...uno muy viejo, uno que nadie quisiera. Que no sirviera para nada... aunque fuera de un color la chaquetilla y de otro la taleguilla... lo pondría en una silla en mi sala. Y cuando regresara de mi trabajo, al fin del día, doblaría la taleguilla ... y acomodaría la chaquetilla... y colocaría las zapatillas frente a la silla... Sabe... aquello sería un espejo de lo que fueron cuarenta años de mi vida...

La semana siguiente me encontré con Antonio Bienvenida en Madrid, y le leí una carta en que Tavares me repetía su deseo. De repente, noté que Antonio miraba hacia otro lado.
—Oye... —le dije: ¿...no te interesa?
¡Calla, mujer! —me contestó el torero— ¿no ves que se me caen las lágrimas?
—¿Y me das un traje? —insistí.
—Todo... completo... ¡hasta con tirantes! —me contestó el matador.

Y regresé a Lisboa con el paquete para Tavares. Y me sentí feliz. Por fin podía servir a mi mozo de espadas.

CONCHITA CINTRÓN
Lisboa, 1973
 
Gonzalito, el genial mozo de espadas de Curro Romero
 

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