miércoles, 29 de octubre de 2014

Una coplera infiltrada en "El cantante de jazz"


"En 1926, año de plenitud del arte cinematográfico mudo, Hollywood vivía tiempos dorados de prosperidad y la demanda de público no exigía más de lo que por entonces la producción de los estudios le ofrecía. No pedía, por ejemplo, que las sombras de la pantalla rompiesen a hablar, porque le satisfacía plenamente el lenguaje visual al que estaba acostumbrado. Pero los hermanos Warner, cuyos negocios bailaban sobre la cuerda floja de la bancarrota, pensaron que tal vez podrían alejarse del fantasma del crack si lanzaban al mercado la golosa novedad del cine sonoro [...] En El cantante de jazz (The jazz singer, 1927), tras una canción, Al Jolson se dirigía al público estupefacto y le decía: «Esperen un momento, pues todavía no han oído nada. Escuchen ahora». La platea del teatro Warner se conmovió como sacudida por un terremoto la noche histórica del 6 de octubre de 1927 en que por vez primera la imagen de Jolson pronunció esta frase premonitoria ante las masas, gracias a la magia blanca del Vitaphone.
 
Efectivamente, los espectadores apenas habían oído nada, y no por el celebrado Ma-a-a-mee que entona este hijo de un rabino, que había proferido sus primeros gorgoritos cantando en la sinagoga y que ahora aparece ante las multitudes, con la cara embetunada e interpretando al hijo de un cantor religioso judío aficionado al jazz, que sigue su vocación a pesar de la oposición familiar y triunfa en los escenarios, sino por toda una nueva era del cine que se inaugura con este punto y aparte decisivo".
 
Román Gubern ("Historia del cine")
 
 
A la vera de Al Jonson, una muchacha valenciana, delgadita, con el pelo corto y vestida como un chico, también formó parte del elenco de El cantante de jazz. Se trataba de Conchita Piquer. Así lo explicaba la diva de la copla en una entrevista concedida a Manuel Vicent en 1981:
 
"El maestro Penella me había hecho una canción llamada La maja de rumbo para cantarla en el barco cuando pasara la línea del Ecuador. Subí y la solté. Y allí se cayeron los palos de sombrajo. El empresario dijo al instante: «Esta niña tiene que debutar aquí mañana». Y empezó el lío. Penella, durante la noche, me compuso una canción que tituló El florero. Era un pregón de un muchacho andaluz; yo, salía vestida de chico con una cesta de esas con que venden mariscos en Sevilla, pero con flores. Y como no tenía ropa ni nada, me puse unos pantalones del maestro Penella que era pequeño y delgadito, una guayabera de dril que me hizo mi madre en unas horas, un pañuelito rojo y una gorrita, y aquí me tienes que aprendí la canción en una noche y al día siguiente en el ensayo general fue un clamor. Paré el espectáculo. Como mi nombre no figuraba en la compañía, los periodistas me bautizaron como The Flower's Boy para los restos. Fue la novedad de cantar en español, yo no sé lo que sería; un milagro de la virgen de los Desamparados, pero el caso es que el día del estreno me hicieron repetir la canción hasta seis veces, y cuando el maestro daba con la batuta en el atril para volver a empezar se me nublaban los ojos de gusto. A los pocos días se recibió un contrato de los hermanos Schubert, que eran propietarios de cincuenta teatros, por cinco años, a razón de 350 dólares a la semana. Y así me tuvo Schubert cantando El florero durante un año entero en el Winter Garden, de la calle 52, y Broadway. Trabajé con todas las figuras del momento desde Al Jolson al último mono".
 
 
Con mucha gracia, el gran músico Pedro Iturralde recuerda esta semana en ABC los inicios de la Piquer en Hollywood: "A ella le fue bien en todos sitios. Sólo en Argentina tuvo problemas con su nombre porque por razones obvias [ya saben, la concha argentina] se lo quisieron cambiar. Ella, claro, se negó. Ella quería ser Conchita Piquer".

 
Para doña Concha, la "sonoridad" de El cantante de jazz de Alan Crosland no supuso novedad alguna. Ella ya había protagonizado una película sonora cuatro años antes, en 1923, bajo la dirección de Jorge M. Reverte. Aquella pequeña cinta de once minutos, filmada en español, incluía recitados, un cuplé andaluz, una jota aragonesa y un fado. En la década de los 20, el cine sonoro era, pues, una innovación relativa, pero hizo falta que el espectro de la quiebra se abatiese sobre la Warner Bros para que la novedad técnica se incorporase a la producción comercial. 
 
 
Tal como apunta Gubern, la diversidad idiomática supuso un serio obstáculo en la difusión universal del cine sonoro, que se trató de resolver con el rodaje de diferentes versiones de cada película en varios idiomas. Imposible olvidar a otra señora de la copla, Imperio Argentina, cantando Los Piconeros en alemán.
 

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