jueves, 27 de noviembre de 2014

Lucien Camus: el primer hombre


Alzó los ojos. Por el cielo pálido pasaban lentamente pequeñas nubes blancas y grises y caía una luz leve que por momentos se apagaba. A su alrededor, en el vasto campo de los muertos, reinaba el silencio. Sólo llegaba un rumor sordo de la ciudad por encima de los altos muros. A veces una silueta negra pasaba por entre las tumbas lejanas […] Fue en ese momento cuando leyó sobre la lápida la fecha de nacimiento de su padre, percatándose entonces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas, "1885-1914", e hizo maquinalmente el cálculo: veintinueve años. De pronto le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. Él tenía cuarenta. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él.


Y la ola de ternura y compasión que de golpe le colmó el corazón no era el movimiento del ánimo que lleva al hijo a recordar al padre desaparecido, sino la piedad conmovida que un hombre formado siente ante el niño injustamente asesinado, algo había ahí que escapaba al orden natural y, a decir verdad, ni siquiera tal orden existía, sino sólo locura y caos en el momento el que el hijo era más viejo que el padre. La sucesión misma del tiempo estallaba alrededor de él, inmóvil, entre esas tumbas que ya no veía, y los años no se ordenaban en ese gran río que fluye hacia su fin. Los años no eran más que estrépito, resaca y agitación […] Miraba las otras lápidas del entorno y reconocía por las fechas que ese suelo estaba sembrado de niños que habían sido los padres de los hombres encanecidos que creían estar vivos en ese momento. Porque él mismo creía estar vivo, se había hecho él solo, conocías sus fuerzas, su energía, hacía frente a la vida y era dueño de sí. Pero en el extraño vértigo de ese momento, la estatua que todo hombre termina por erigir y endurecer al fuego de los años para vaciarse en ella y esperar el desmoronamiento final, se resquebrajaba rápidamente, se derrumbaba. El viajero no era más que ese corazón angustiado, ávido de vivir, en rebeldía contra el orden mortal del mundo, que lo había acompañado durante cuarenta años y que latía siempre con la misma fuerza contra el muro que lo separaba del secreto de toda vida, queriendo ir más lejos, más allá, y saber, saber antes de morir, saber por fin para ser, una sola vez, un solo segundo, pero para siempre.


Volvía a ver su vida loca, valerosa, cobarde, obstinada y siempre orientada hacia ese objetivo del que ignoraba todo, y en verdad había transcurrido enteramente sin que él tratara de imaginar lo que podía haber sido un hombre que justamente le había dado esa vida para ir a morir poco después a una tierra desconocida, al otro lado de los mares. A los veintinueve años, ¿acaso él mismo no había sido frágil, doliente, tenso, voluntarioso, sensual, soñador, cínico y valiente? Sí, todo eso y muchas cosas más, alguien vivo, un hombre al fin, pero sin pensar nunca en el ser que allí desconocido que había pasado antes por la tierra donde él naciera, y que, según su madre, se le parecía y había muerto en el campo de honor. Sin embargo, ahora pensaba que ese secreto, lo que ávidamente había tratado de conocer a través de los libros y de los seres, tenía que ver con ese muerto, ese padre más joven, con todo lo que éste había sido y con un destino, y que él mismo había buscado muy lejos lo que estaba a su lado en el tiempo y en la sangre. 

Albert Camus (fragmento de sus memorias, recogidas en El primer hombre)


Aquel "primer hombre" de Albert Camus no era otro que su padre, Lucien Camus, agricultor que trabajaba en una finca vinícola en Argelia. Fue movilizado durante la Primera Guerra Mundial y mortalmente herido en la Batalla del Marne. Falleció hace ahora un siglo, solo, lejos de su familia, como tantos otros hombres de aquellos años, en el hospital de Saint-Brieuc. La familia Camus recibió la fatal noticia a través de un telegrama. De su padre, Albert sólo conservaba una fotografía. La historia no suele interesarse por los hombres humildes.

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