A veces, es necesario que pasen los meses para distinguir los mejores momentos del año. La perspectiva del tiempo despierta emociones que la inmediatez anestesia. Estos "instantes camuflados" suelen estar marcados por sentimientos comunes: la alegría, la libertad o la placidez. Dicha mezcla se produjo una mañana de finales de agosto, en Isla Canela. Bajamos a la playa a pesar de que por el poniente se aproximaba una tormenta. Nunca pensamos que llovería con tanta rabia. Antes de que comenzase el aguacero, dejamos nuestra ropa debajo de la sombrilla y fuimos a pasear por la bajamar. La tromba nos sorprendió en mitad del mar. Llovía con tanta fuerza que la arena desapareció por completo y nuestros pies chapotearon entre el agua dulce y salada. No había un alma a nuestro alrededor. Fue una de esas ocasiones en las que piensas "de perdidos, al río", en las que te calas hasta los huesos y te importa un pepino. Entonces nos metimos en el mar y nadamos hasta que la tormenta de Portugal continuó su camino hacia el este. Cuando salimos del agua, lucía un sol espléndido que lo secó todo: la arena, las hamacas, las toallas, la ropa empapada bajo la sombrilla. No he visto llover tanto desde aquella mañana. Tampoco he vuelto a ver un cielo como aquel atardecer, después de la tormenta. Son momentos que llegan de improviso y nunca vuelven... celajes que echas de menos durante todo un año.
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