domingo, 30 de septiembre de 2012

La (imprescindible) autoridad

«No había conocido a su padre, pero solían hablarle de él en una forma un poco mitológica y siempre, llegado cierto momento, había sabido sustituirlo. Por eso Jacques jamás lo olvidó, como si, no habiendo experimentado realmente la ausencia de un padre a quien no había conocido, hubiera reconocido inconscientemente, primero de pequeño, después a lo largo de toda su vida, el único gesto paternal, a la vez meditado y decisivo, que hubo en su vida de niño. Pues el señor Bernard, su maestro de la última clase de primaria, había puesto todo su peso de hombre, en un momento dado, para modificar el destino de ese niño que dependía de él, y en efecto, lo había modificado [...] Los alumnos a la vez temían y adoraban al señor Bernard».
(Albert Camus, fragmento de "El primer hombre")
 
 
En pocos días, prácticamente en el mismo fin de semana, he leído tres noticias relacionadas con el vandalismo callejero. La madrugada del 22 de septiembre, una docena de salvajes destrozaron varios coches, quemaron contenedores y arrojaron botellas de vidrio en el concierto MTV Beach que se celebró en Madrid, en las explanadas del Manzanares. Los altercados se saldaron con 60 heridos, veinte de ellos policías. A los detenidos se les acusó de atentar contra la autoridad. Horas después y a pocos kilómetros, otro acto de vandalismo fue el causante de que se suspendiera el partido de fútbol entre El Rayo Vallecano y el Real Madrid. Según el presidente del Rayo, unas personas cortaron los cables de la luz del estadio de Vallecas. Esa misma noche, en Nîmes, unos gamberros rociaron con pintura roja la estatua del diestro Nimeño II que preside, desde hace años, la entrada al anfiteatro romano.
 
 
Estas situaciones sólo se producen en las sociedades en las que los individuos que habitan en ella le han perdido el miedo a la autoridad, desde la más elemental (la familia y la escuela) a la instutucional (el Estado y las fuerzas de seguridad). Entre ambos extremos, hasta al acomodador de cine se le ha perdido el respeto. Escribía Carlos Colón hace algunos años:
 
 
«Al cerrar el último cine de una pequeña ciudad castellana el periódico local entrevistó al acomodador,  el proyeccionista y la taquillera [...] “Los chavales solían acudir al cine en tropel y tomar el gallinero. Allí hacían de las suyas, y más de una vez tuve que llamar a la policía. ‘¡Arevalillo! ¡Que estas bragas no son mías!’, se escuchaba en medio de la proyección y las risotadas de la pandilla del gracioso. Todas las sesiones se saldaban con varios expulsados”, contaba el acomodador. “En este cine se han montado muy gordas”, añadía la taquillera. “Llegó un momento en que el empresario decidió cerrar el gallinero porque la situación era insostenible –puntualizaba el proyeccionista–. Y lo hizo a petición mía porque, al estar la cabina en el mismo gallinero, yo era el principal perjudicado. Se subían al techo de la cabina, que era de cañizo, y cualquier día lo iban a hundir. Eran burrísimos”.

En Sevilla, ni aún en los peores cines de barrio solían llegar a tanto las cosas. Pero Castilla es Castilla y los mozos son los mozos. Además los acomodadores y porteros vestían de uniforme, y en aquellos días (y no sólo en España) un uniforme imponía lo suyo, aunque fuera el campero con sombrero de ala ancha de los guardas de parques y jardines o el de los acomodadores que los viejos sevillanos llamaban groom (anglicismo aplicado a los empleados uniformados, tomado de los servidores de la Caballería Real inglesa). Lo recordaba el otro día, al sufrir las groserías de unos gamberros en la impersonal sala de un impersonal complejo de multisalas incrustado en un impersonal centro comercial, sin portero uniformado que nos salvara. Gamberros ha habido siempre. La novedad es que ahora se saben impunes».
 
 
Curiosamente, hace también pocos días, el Gobierno anunció la enésima reforma educativa de la democracia. El ministro de Cultura, José Ignacio Wert, ha garantizado que uno de los principales objetivos de la ley consistirá en aumentar la autoridad del profesor, aunque no ha explicado cómo. Desde mayo del 68, esta necesidad -el restablecimiento de una jeraraquía moral- se ha vuelto mucho más apremiante que la Educación para la Ciudadanía, pues la falta de autoridad nos conduce a una irremediable quiebra ética que hace imposible la convivencia más básica. En los últimos años, lo único que se ha definido con precisión ha sido el decálogo para formar a un delincuente.
 
 
En opinión de Vargas Llosa, «es evidente que Mayo del 68 no acabó con la "autoridad", que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como uno de los lemas del movimiento "Prohibido prohibir", extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla».
 
 
Si seguimos fomentando el libertinaje -que nada tiene que ver con la libertad-, pronto iremos al fútbol, a los toros, al cine y a los conciertos con el seguro de vida en la mano.

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