martes, 2 de septiembre de 2014

Un golpe de mar en el ruedo

En el atardecer cobalto y oro, al cabo del largo reguero de sangre que dejaba en el mar el sol arponeado, una extraña nave redonda, una urca gigantesca, una fragata desabolada, un navío de tres puentes escapado de Trafalgar, un Holandés Errante varado en la playa, la bota que vio Noé, harto de agua, carpinteara con las cuadernas y los baos del arca desguazada, aparecía entre bancos de arena y cubos de granito, empavesada de grímpolas y coronada de gaviotas. Era la plaza de madera.

 
[…] En el vacío causado por las diez mil respiraciones contenidas se ampliaba el rumor del mar que lo invadía todo, transfigurando el aire, entretejiéndole súbitos tornasoles. De las playas venía, rugiendo y rampante, un viento leonado sacudiéndose la crin de arena.

 
Fue como si un golpe de mar irrumpiera en el ruedo, y en medio de la polvareda salina, olorosa a cieno y heno, a barco hundido y marisma anegada, saltó a la arena un toro cárdeno, irisado como un delfín. Al salir de los chiqueros submarinos debía de haberse llevado por delante una enredadera de algas, a juzgar por los hilos transparentes que le colgaban del morro. Bramaba y jadeaba como si, en efecto, fuera el agua su elemento y fuera de ella le faltara la respiración. Pez en seco, corazón arrancado, era tal su condición marina que, más que toro, era el propio mar que invadía la plaza para incorporarla a sus dominios.

 
[…] Pocas veces se había visto en aquella plaza un toro de aquel poderío. Toda la fuerza del mar estaba en él represada, con sus trombas como torres y sus olas como murallas; toda la fuerza del mar reducida, apretada en un cárdeno ovillo de músculos y afilándose en dos puntas mortales.
 
Fragmento de la novela "Los agujeros negros", de Aquilino Duque

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