jueves, 9 de abril de 2015

El verano en Argel

"Siempre tuve la impresión de vivir en altamar, amenazado, 
en el centro de una dicha real" (Albert Camus)


Los amores que se comparten con una ciudad son, a menudo, amores secretos. Ciudades como París, Praga y aun Florencia, están cerradas sobre sí mismas, limitan de este modo el mundo que les es propio. Pero Argel, y con ella ciertos ambientes privilegiados como las ciudades sobre el mar, se abre en el cielo como una boca o una herida. Lo que en Argel se puede amar es aquello de que todo el mundo vive: el mar a la vuelta de cada calle, un cierto peso del sol, la belleza de la raza. Y, como siempre, en este impudor y en esta ofrenda se reconoce un perfume más secreto. En París se puede sentir la nostalgia de espacio y batir de alas. Aquí, al menos, el hombre está colmado y, seguro de sus deseos, puede medir entonces sus riquezas.


Sin duda se precisa largo tiempo en Argel para comprender lo que puede tener de esterilizante un exceso de bienes naturales. Nada hay aquí para quien quisiese aprender, educarse o mejorarse. Este país no tiene lección que dar. Ni promete ni deja entrever. Se contenta con dar, pero profusamente. Se entrega del todo a los ojos y se le conoce desde el momento en que se le goza. Sus placeres no tienen remedio, ni esperanza sus alegrías. Lo que exige son almas clarividentes, es decir, inconsolables. Pide que se haga un acto de lucidez como se hace un acto de fe. ¡Singular país que, al mismo tiempo, da al hombre que nutre su esplendor y su miseria! No es sorprendente que la riqueza sensual de que está provisto un hombre sensible de estas comarcas coincida con la más extrema desnudez. No hay verdad alguna que no lleve consigo su amargura. ¿Cómo asombrarse entonces de que no ame yo tanto el rostro de este país cuanto lo amo en medio de sus hombres más pobres?


Durante toda su juventud, los hombres encuentran aquí una vida a la medida de su belleza. Después, vienen la caída y el olvido. Apostaron a la carne, pero sabiendo que debían perder. Para quien es joven y vivaz, todo en Argel es refugio y pretexto de triunfos: la bahía, el sol, los juegos en rojo y blanco de las terrazas hacia el mar, las flores y los estadios, las mozas de frescas piernas. Pero para quien ha perdido su juventud, nada a qué acogerse y lugar alguno en que la melancolía pueda salvarse a sí misma. En otras partes, las terrazas de Italia, los claustros de Europa o el dibujo de los alcores provenzales son otros tantos sitios en que el hombre puede huir de su humanidad y liberarse dulcemente de sí mismo. Pero aquí, todo exige la soledad y la sangre de los jóvenes.


[…] Hay pueblos nacidos para el orgullo y la vida. Son los mismos que nutren la más singular vocación para el tedio. Y son también los pueblos para quienes resulta más repugnante el sentimiento de la muerte […] Este pueblo totalmente entregado al presente, vive sin mitos, sin consuelo. Ha puesto todos sus bienes en la tierra y ha quedado indefenso contra la muerte.

(Albert Camus)

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