La suya fue una muerte discreta, sin filtros ni retoques digitales. La semana pasada falleció Rafael Sanz Lobato (Sevilla, 1932), Premio Nacional de Fotografía en 2011, autodidacta, fumador empedernido, hijo y nieto de ferroviarios. Decía de sí mismo que era "fotógrafo de fin de semana": escapaba el sábado de Madrid con su cámara y su seiscientos, sin rumbo fijo, llegaba a algún rincón de España y volvía el domingo a última hora. "Me gusta lo rural y las fiestas populares. Alguno por ahí dice que soy el pionero del documentalismo gráfico", declaraba en una entrevista. "La función del fotógrafo en la sociedad tiene mucho que ver con la memoria histórica de los pueblos".
Un antropólogo en blanco y negro, neorrealista, a veces solanesco. Su cámara captó la transformación de España. "No me gustaba Madrid, así que me compré a plazos el seiscientos y empecé a pisar la Piel de Toro. Iba a todas partes: Galicia, Extremadura... La gente de campo era maravillosa. He hecho de todo. Pero, cuando llegaba el sábado, me iba al campo, con la cámara, y así hasta volver el domingo, de madrugada, justo para entrar otra vez en la oficina".
Rafael Sanz Lobato, después de haber visto tanto, se estaba quedando ciego, por lo que decidió morir, discretamente, de un cáncer de pulmón la pasada semana. La España rural que plasmó en sus fotografías, cada vez más "europeizada", cada vez más impersonal, también agoniza y morirá el día menos pensado.
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