miércoles, 27 de febrero de 2013

Algunas ciudades aún huelen a toro


¿Qué ha sido de nuestros "capas" y nuestros maletillas? ¿Quién ha dado el golpe de gracia a esta figura emblemática que poblaba los caminos y se encaramaba a las talanqueras de los pueblos más rudos? ¿Adónde han ido nuestros "Conrados"? Ah, bendito Estado del Bienestar que nos haces nadar en la abundancia, has sido tú el puntillero. Sólo las sociedades hambrientas y desesperadas pueden engendrar toreros eternos.  


Era Ciudad Rodrigo la tabla de salvación donde los "capas" se aferraban con determinación para cambiar las camisas zurcidas por el vestido cuajado de oro. Así, carnaval tras carnaval, se lanzaban al improvisado ruedo cuadrilátero flanqueado por los elegantes arcos rebajados del Ayuntamiento perpetuando la tradición. Algunos, tras jugarse el pellejo, conquistaban una gloria efímera; otros, carentes del arrojo necesario, no olían un pitón y volvían a sus pueblos con el peso del fracaso y la vergüenza dentro del hatillo; finalmente, los más infelices, regaban con su sangre las aceras mirobriguenses, donde se instalaban auténticos hospitales de campaña.


Como tantos otros mitos que hemos perdido, en España ya no quedan maletillas. Soñé con encontrarlos en las capeas de Ciudad Rodrigo y sólo hallé recortadores mediocres e irrespetuosos con el toro. En el ruedo no había una sóla muleta. Ningún capote. La conquista del éxito a través de caminos menos crueles, sin duda, pero también inmerecidamente confortables, ha truncado el destino de nuestros "capas". De dormir hechos un ovillo en un pajar, los aspirantes a toreros del Bolsín mirobriguense ahora hacen noche en un hotel de cuatro estrellas.

 

Conrado Abad, el eterno maletilla, romántico, bohemio y buscavidas, con 16 años pernoctaba en un vagón de la estación del ferrocarril y comía gracias a la limosna de los viajeros, a los que ayudaba a llevar el equipaje. Los ganaderos de postín no le dejaban participar en sus tentaderos hasta que Alipio Pérez Tabernero, por primera vez en su vida, lo invitó a bajar de la tapia. La vida era una lucha constante que se desarrollaba de pueblo en pueblo y de finca en finca. Conrado, con 84 años, aún habla de su hatillo como si fuera un palacio, mejor que cualquier hotel de cuatro estrellas: "En él llevamos nuestra pequeñez. Es un hogar muy sencillo. Llevamos ahí lo poquito que tenemos: ropa, no mucha porque no somos marqueses para tener ropa sobre ropa. Los maletillas somos sencillos y vivimos casi al día. También llevo algunos alimentos para comer. Yo pienso que el hatillo es nuestro hogar, nuestro palacio, el palacio más grande del mundo".
 

Se acabaron los tiempos de los hatillos y los Conrados, sin embargo, aún queda algo de romanticismo en esta fiesta. Sentados sobre los sólidos maderos de la plaza, vi rostros regocijados ante los primeros festejos que, cada año, presagian la partida del invierno. También reían los hombres apostados ante "El Sanatorio" y los mozos que iban a correr el encierro a la altura de la puerta de Santiago. No está todo perdido: Ciudad Rodrigo, despojado de sus maletillas, aún vive alrededor del Carnaval del Toro y, con un poco de suerte, los niños que treparon por las empinadas escaleras de los tendidos para ver a Juan Mora torear al natual, el día de mañana, no se harán anti-taurinos. Algunas ciudades, pocas, aún huelen a toro.

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