miércoles, 17 de abril de 2013

La mañana de feria

Quisiera llevarte, mujer, a la feria de Sevilla, porque si es verdad que estuve muchas veces, no sabré decirte cómo es. Para escribir de la feria de abril no es suficiente ser escritor; es necesario saber pintar, saber montar a caballo como un garrochista, y quizás también saber tocar la guitarra. Y después de todo esto tampoco te haría sentir lo que los andaluces llaman duende, que es algo así como el espíritu de las cosas que nos rodean y que al parecer vive en la feria. La feria de Sevilla hay que verla. Si no la has visto, si no la has vivido, por mucho que leas de la feria, nunca sabrás cómo es la feria de Sevilla.

 
LA MAÑANA
 
Tiene la mañana de la feria un aire especial, y no me refiero al aire que se respira, filtrado por campos verdes y parques (María Luisa) florecidos, sino a su aire, a su gracia, a su movimiento, a su empaque, a su estilo.
 
Ese caballo de cuello arqueado, con la cara metida, en doma de garrochistas. Ese jinete, que en el brazo derecho de mano entreabierta, se adivina, se ve la garrocha. Al pasar huele a marisma.

 
Esa mujer que cabalga, vestida de chaqueta corta y falda negra, sombrero ancho, muy encajado en la frente, dándole sombra a los ojos de sombra, moño bajo y sin flores en el pelo. Las flores tienen su hora, su sitio y su atuendo: el palco de la plaza de toros, el coche por la tarde. A caballo, no. A la feria, ni mujer a la grupa con flores en el pelo, ni vestido de lunares. Esta es la estampa de la romería, del Quintillo o del Rocío. No digo que no se vean: lo que digo es que no debieran verse. El señorío de la feria debiera cuidarse más.
 
La feria por la mañana tiene una tradición de campo, estilizada, que no desvirtuada. Es el campo vestido de limpio, acaso estrenando traje de día de fiesta; más bruzado el caballo, más nuevos los atalajes del coche, y más pulcro el cochero; pero todo al estilo del campo andaluz, que huele a toro bravo, y a rodeo de ganado, y a caballo sudoroso en el acoso, y a hierba pisoteada en el galope.

 
Vamos hasta la Venta de Antequera a ver las corridas. Antes se presentaban en la Venta Vieja, cantada por Villalón, al final de la Palmera. Estaba todo más a mano; de una galopada llegabas. Hacían parada los toros en el Cortijo de Cuarto. Este nombre de cortijo y la ganadería de Miura tienen el mismo eco, el mismo apartado en el recuerdo. Todos los días del año, con agua o con sol, venía don Eduardo, el ganadero, en su coche de mulas, al Cortijo de Cuarto. Aquí tenía los toros de salida y aquí apartaba sus famosas y temidas corridas. Apartaba el ganadero. En el Cortijo de Cuarto, no pasaba la alambrada del cercado de los toros ningún hombre de chaqueta larga.

 
La víspera de la feria iban llegando las corridas conducidas por garrochistas que venían del Cortijo de Cuarto. ¡Qué garrochistas aquéllos! Ni un sombrero mal puesto, ni una garrocha mal cogida, ni un caballo mal llevado. Era el cuadro de Las Lanzas.

 
Con la del Conde de Santa Coloma, venían a caballo el Duque Mauricio Gort y doña Sol, nombre con que Sevilla conocía con respetuoso cariño popular a la Duquesa de Santoña. Toros de aristocracia. Toros de frac y guante blanco -les llamó "Don Modesto"-, y la metáfora es muy acertada, si el toro es negro, botinero, de larga y sedosa cola. Joselito mató seis en una corrida de feria de San Miguel, y cortó la primera oreja que se dio en Sevilla [...] Cerraban la corrida de Miura los hijos de don Eduardo, Antonio y Pepe, con Naranjito y Aurelio y otros garrochistas. ¡Ay, cuánta garrocha partida!


Fotografía tomada del blog de Julio Domínguez Arjona
 
Era un espectáculo ver entrar a los toros, con las paradas de bueyes iguales, como de ganaderos de rumbo y buen gusto. Los capirotes de Santa Coloma, los berrendos de Miura, con sus cencerros sonoros, como para que no oyeran otro ruido los negros toros que arropaban en la carreta. El campo llegaba hasta la Venta de Antequera, que es la puerta taurina de Sevilla, y aquí sale a recibirles la ciudad. Ya no son los toros del ganadero, ya son del público que se agolpa en los tapiales y los mira desde todos los ángulos. El ganadero se ha alejado; sus afanes, sus desvelos, terminaron en la Venta. Su preocupación por la lluvia, por la falta de piensos, por las epizootias, aquí se quedaron, porque aquí acabó la vida del toro. Ahora, ¡qué Dios nos dé suerte el día que se lidien! Todo esto lo piensa el ganadero, y disuelve la pena de apartarse de sus toros en una copa de vino, que es el agua de azahar de los hombres que tienen callo de garrocha. Es muy bonito ver entrar los toros, como es muy bonita la corrida. Pero todo lo de los toros, con ser muy bonito, tiene su reflejo triste, que, afortunadamente, no se ve.
 
GREGORIO CORROCHANO
"Cuando suena el clarín" (1961)

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