martes, 20 de noviembre de 2012

Consecuencias de aguar el vino (visión taurina y antropológica)

La otra tarde miraba chaquetas en una tienda de Princesa. A pocos metros, un chico le hacía de perchero humano a su novia mientras ésta se probaba una chaqueta. Tras ponerse la prenda, el muchacho dio los últimos toques maestros para que las hombreras cayeran en el lugar exacto, un tironcillo por aquí y un improvisado planchado por acá. A continuación, mientras su pareja se miraba en el espejo, le preguntó:
- ¿Qué tal te cae de hombros? Perfecta, ¿no?


Esta anécdota, en apariencia intrascendente, me dio que pensar. ¿Qué hemos hecho para que un hombre pregunte si una chaqueta "nos cae bien de hombros"? Reflexioné sobre las ganaderías de toro bravo. Sin duda, el comportamiento de los toros en el año 2012 no se parece un ápice al que desarrollaban en 1912 o 1952. El animal -materia prima del ganadero- ha ido adaptándose a los gustos del mercado a través de dos factores: el manejo en el campo y, por supuesto, la selección genética. La manipulación (que a veces roza el manoseo) le ha restado salvajismo al toro hasta convertirlo en una criatura semi-doméstica que entra en la manga o en el cajón del afeitado/enfundado casi con educación. Por otro lado, la selección genética ha producido toros mucho más nobles y codiciosos en la muleta, pero menos bravos y picantes.


El hombre ha sufrido una evolución similar. En su manejo ha influido la igualdad de género, las películas de princesas de Disney, la obsesión por el cuidado de la imagen, la sobreprotección familiar en general y  maternal en particular, el fomento de la comunicación y el intercambio de sentimientos, etc. En cuanto a la manipulación genética, cualquiera puede entender que un macho alfa y una mujer ruda no "producen" el mismo ser que un metrosexual y una feminista. Esto es una verdad de Perogrullo. Por tanto, toros y hombres han sufrido un "aguamiento" progresivo.


Para fortalecer esta hipótesis, les cuento un caso real. Conocí a una pareja en la que él la llamaba a ella "churri" y ella a él, "cuchi". Churri y Cuchi vivían juntos en un pisito a las afueras de Madrid. Cada mañana, Cuchi madrugaba para prepararle el almuerzo a Churri, que comía en la oficina de tupperware. Cuchi cocinaba unos menús sofisticadísimos con primer plato, segundo plato y postre para que su Churri no sufriera ninguna carencia alimenticia. Esto le llevaba varias horas y las claritas del día siempre le daban en la cocina. Churri detestaba pelar la fruta y le gustaba que su Cuchi también se la sirviera lavada y preparada dentro de su correspondiente tartera. Una mañana, Cuchi se quedó dormido y no tuvo tiempo de pelarle la mandarina, así que la dejó así, tal cual, con su piel rugosa y pepitas, dentro de la bolsa de la comida. Cuando Churri llegó a la oficina y vio la mandarina sin pelar, entró el cólera. Llamó por teléfono a Cuchi hecha un obelisco y le preguntó "qué coño" le pasaba (sic). La manipulación y selección genética, de vez en cuando, produce pequeños desajustes como éste: una mandarina sin pelar (a propósito, un estudio noruego ha llegado a la conclusión de que cuanto más equitativas son las tareas domésticas, más alta es la probabilidad de divorcio de una pareja). En cualquier caso, Cuchi bajo las orejas, pidió perdón obedientemente, y a la mañana siguiente peló la mandarina. Un Cuchi convenientemente amaestrado tampoco olvida preguntarle a su Churri cómo le cae de hombros la chaqueta nueva.


Las mujeres no somos responsables de haber aguado la casta de las ganaderías bravas, pero sí la de los hombres, que se han adaptado a las exigencias de la modernidad, de la misma manera que los toros actuales se han convertido en los acompañantes perfectos del torero. Todo irá sobre ruedas hasta que un día nos hartemos de que Cuchi nos pele la mandarina. Quitarle el agua al vino, ya se sabe, es una misión prácticamente imposible.



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