Eso había pensado Quevedo hasta que amó a aquella mujer enferma. Quevedo miraba al sol cara a cara en su hora más fuerte, para ver si prometía o no prometía durar. Cuando lo sentía tan fuerte que le sinapismaba el rostro con su calor, la ordenaba desnudarse. Era casta la escena. Nada de juegos frente al sol, abusando de la hora de reponerse. El desnudo parecía respetable como en la hora en que no se le puede tocar. A lo más, jugaba con sus senos, pero como con una fruta de un árbol querido y no como el que los va a arrancar, como se arrancan en la hora del placer, sino como quien está contento de que los racimos caigan de su parra y los sopesa sin apetito, con encanto de verles colgar [...] El mismo Quevedo se sentía satisfecho de la abstinencia franca, digna, sencilla, frente a un desnudo de mujer. "Nada..., nada... Se troncharía más si no la respetase". Ella tomaba el aspecto de lo que vive para vivir, no sólo para dedicarse a los juegos sensuales [...] Además, él sabía cómo necesitaba aquellos baños, cómo, si ellos no podían con aquella languidez en que había caído, moriría ella en los días fríos y sin sol.
Ya llevaba bastantes días de baño. Él había comprobado que la carne blanca se había ido pintando por el yodo del sol y había puesto en su mano sobre la quemazón como tostada por un caústico, por una especie de nitrato de plata esparcido en la luz [...] Se sentía, casi se presenciaba, que los árboles de los pulmones, esos dos abetos de maceta, volvían a reverdecer y a rebrotar. Siempre la instaba a que estuviese un poco más, un cuarto de hora más al sol, y le alegraba mirar el espectáculo de aquella curación indudable, eficaz, prodigiosa, todo el sol dedicado a ser el doctor de ella.
- ¡Que me da vergüenza que me mires así! -decía ella.
[...] Él sólo estaba preocupado con que llegasen los días nublados, que al fin llegaron, teniendo ella que echarse la bata porque el Sol no acababa de despejarse, porque, aunque no dejaba de filtrarse, era un sol tibio, colado por la manga de una nube [...] En secreto, en el fondo de él, como quien reza una oración o lanza un sordo exorcismo, decía algo a las nubes, al Sol, al cielo. Su mirada intentaba rasgar las nubes por el sitio más claramente quebrado de ellas. Nada. Y la veía a ella desnuda, un poco aterida, aunque apretaba los dientes con la voluntad de continuar en cueros, para que el Sol se apiadase y viese su fe y no descubriese ni el menor signo de irritación.
[...] Quevedo encontró en ella también el encanto de su lengua dulcificada, italianizada, y, aun sabiendo que iba a ser tan corto el idilio, se entregó a él como a un excepcional amor en el pueblecito en que se veranea, queriendo delirar de pasión para aprovechar el cielo de aquellas noches, la languidez de la muerte de aquella vida y la belleza cándida de aquella mujer, aquella belleza de la que había sacado numerosas pruebas de la placa más directa frente al sol más crudo, como si fuese el fotógrafo que vigila esa especie de cuadro ahumado que va sombreando la fotografía en el papel.
(Ramón Gómez de la Serna, El Gran Hotel, 1942)
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