[...] Yo tuve que ir a Cádiz en aquellos días y le escribí citándola allá, caso de que pudiera venir [...] Al final ella no apareció, como era más que probable que sucediera. A la semana siguiente, por lo tanto, fui yo a Algeciras, expresamente para verla. Le puse un telegrama: "Meet me lobby Hotel Cristina Saturday noon".
Salí de Sevilla en el coche de línea a las 6 de la mañana; pasé por Jerez a las 8, por Medina a las 10 y por Alcalá a las 11. A las 11.50 llegué a Algeciras. Tomé una habitación en el Hotel Madrid, un hotel rococó de barandillas y escayolas. Desde la ventana se veía la torre colonial de la plaza entre palmeras, sobre una perspectiva picassiana de muros blancos, tejados y azoteas. Bajé la calle y tomé un taxi:
- Al Hotel Cristina.
Estaba algo más delgada que cuando la dejé en Cambridge y me sonrió con su leve modo triste de siempre. Yo me atropellaba hablando. Le quería hacer en dos minutos el resumen de todo cuanto había pasado en tres años largos. Le hablé de demasiada gente para no tener que hablarle de mí mismo [...] Almorzamos en el mismo hotel, aún con cierta tensión de personas que se conocieran menos de lo que nosotros nos habíamos conocido, porque, habiendo pedido platos distintos, el camarero se equivocó al servir y nosotros no nos dimos cuenta hasta después de empezar a comer. Así, no atreviéndonos a proponer el cambio, hubimos de comer cada cual lo que no había pedido.
Después de comer salimos a la pérgola de la terraza a tomar café. Entre el jardín y el mar escamoteaban el pueblo. Escogimos una mesita entre sol y sombra y nos sentamos mirando a la bahía, yo a la sombra y ella al sol.
[...] El resto de la tarde lo pasamos por las calles del pueblo, de tienda en tienda. Ella buscaba una mantelería; yo, tela de nylon para un traje de flamenca. Ella encontró el encaje que buscaba, pero no se lo llevó porque el juego tenía sólo seis servilletas y ella necesitaba ocho. Yo encontré el nylon, pero el tendero me dijo que a nadie se le ocurría hacerse un traje de flamenca de dicho material. Yo le dije que no era cosa mía, sino de mis hermanas que me habían hecho el encargo. El tendero creyó oportuno añadir que el nylon no admite el almidonado de los volantes [...] Al pasar frente al consulado inglés, cuya bandera ondeaba sobre barandas de cal y apliques de escayola como haciendo señas cifradas al Peñón, nos abordó un vendedor de anillos y relojes. Comenzó pidiendo el oro y el moro en lo que él juzgaba que era inglés. Yo me hice el inglés y el tonto y conseguí que dejara el anillo en 15 chelines y el reloj en dos libras esterlinas. A última hora no cerramos el trato y el hombre se largó echando maldiciones.
[...] Cuando el vapor comenzó a desatracar sólo quedaba en ella la sonrisa de siempre, cuya suave tristeza se me clavaba, más implacable que nunca, en lo más hondo. El vapor se alejaba hacia el Peñón. Éste era como un perro echado, indiferente a todo, dando la espalda al fracaso de cristales del poniente. Entre el vapor y mis ojos se interponía un laberinto de rayas multicolores y resplandores a contraluz, mástiles, cordajes, arboladuras, tejados, azoteas, vidrios azul y oro, redes de pesca o de tenis que el salitre de la marea endurecía y atirantaba.
(Aquilino Duque escribió este cuento, titulado "La historia de Sally Gray", en enero de 1959, en Venecia, aunque los hechos que relata sucedieron en Algeciras. Finalmente, se casó con Sally).
No hay comentarios:
Publicar un comentario