[...] Todo aquello era disparatado, pero divertido. Nos hacía poner en juego todas las posibilidades de que disponíamos. Pasamos parte del verano haciendo dibujos y acuarelas guarneciéndonos del sol bajo la choza de un melonar. El propietario, que era padre de uno de los monaguillos del pueblo, nos regalaba sandías y melones que nos sabían a gloria. Comerlas constituía una especie de rito, cuyo final era entregar el corazón rojo y jugoso de la sandía, como el mejor bocado que era, a Benjamín [Palencia]. Al atardecer íbamos al atrio de la iglesia de allí, bajo una nube de vencejos que iban y venían chillando, dibujábamos a los niños que acudían curiosos.
En la época de la trilla era muy agradable estar tumbados entre montones de paja hablando de nuestras lecturas y comentando nuestras impresiones, viendo el movimiento constante de las caballerías y los gañanes que hacían la labor. Utilizábamos los aperos de labranza y los utensilios de las bestias para componer naturalezas muertas. Nos gustaba conocer el nombre de aquellos objetos, algunos de los cuales veíamos por primera vez.
En una de aquellas "eras", la del tío Eusebio, a quien llamábamos el "tío Pájaro", por su cabeza pequeña y adornada con una gran nariz en forma de pico, decidimos hacer un almuerzo con los campesinos. Benjamín nos hablaba entusiasmado de la simplicidad de la gente del campo y de la pureza de la vida. El día convenido, llegada la hora de la comida, quedamos gratamente sorprendidos al observar que utilizaban como cuchara cascos de cebolla, lo que inmediatamente imitamos [...] El vino lo bebían en botella también común, cuyo gollete no se limpiaba nunca en la "ronda" y donde los restos de la comida al final habían desvirtuado el dibujo de la vasija.
A partir de entonces, nuestra admiración hacia aquellas gentes fue desde lejos y nunca más intentamos mezclarnos en sus comidas. Benjamín destacaba "los peligros de olvidarse de la jerarquía".
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