lunes, 9 de marzo de 2015

Las "tacas" de la Gran Vía


Gran Vía. Palacio de la Música

Las taquilleras de los cines de mi barrio se sentaban en una banqueta alta y tenían un poco esa mirada de las estanqueras solteronas, o viudas; incluso parecían vestirse igual. Las recuerdo morenas, con el pelo recogido, tristonas, sin humor, la mayoría con gafas de culo de vaso y el aspecto de las actrices de reparto -figurantes, mejor- de los estupendos melodramas italianos de Ivonne Sanson y Amadeo Nazzari. En cambio, las "tacas" de la Gran Vía, de los cines de estreno, eran rubias (del botellón, claro), daba la impresión de que acababan de hacerse la permanente, vestían chaquetas cruzadas y pañuelo al cuello con broche. Podían pasar por peluqueras del Hotel Palace o manicuras del recién inaugurado Castellana Hilton. Aparentaban ser más jóvenes de lo que eran, fumaban y tenían en su cuchitril un teléfono negro por el que hablaban sin parar mientras despachaban. Te daban siempre las entradas de debajo de nunca se sabido dónde. El taburete sólo lo usaban para dejar el bolso y algún libro, Primavera mortal o Grand Hotel, porque se sentaban en cómodas sillas con respaldo y cojín; trapicheaban a todas horas con los reventas, que eran sus amigos. Las taquilleras de la Gran Vía o Fuencarral olían a una mezcla entre esmalte, jazmín y barniz de madera, como a lujo, es decir, a cine. A los paletillos, que ellas conocían muy bien, les mostraban antes de que abrieran la boca el cartel de "No hay localidades", aunque las hubiera. Y es que siempre había buenas butacas para quienes las pedían acercándoles un duro bajo la mano.


Estreno de "El último cuplé" en el Cine Rialto

[...] Los más aficionados fisgoneábamos en los carteles de las películas que iban a echar las próximas semanas, al tiempo que el portero, acomodadores, los de la cabina de proyección, la gente del bar y la señora de los lavabos cambiaban sus ropas de calle por, respectivamente, unas chaquetas grises con botones dorados o las blancas típicas de la hostelería; los proyeccionistas siempre iban de jersey, y la encargada del baño de las mujeres, usaba un delantal blanco y, en invierno, toquilla. Los empleados de los cines era gente rara, nunca les veías reír, no parecían contentos de trabajar en el Séptimo Arte, poco menos que en la Gloria; al contrario, allí les tenías, fumeteando de mal humor, incluida la de los Servicios y el chaval que vendía las chocolatinas en el Descanso, que era un poco mayor que nosotros, aunque tenía cara de viejo. (Seguro que alguna patata frita o alguna peladilla se comía de "estranjis". Bombones helados, no, claro, porque estaban fiscalizados dentro de aquella especie de neverita portátil que llevaba colgada al hombro).

Fachada del Palacio de la Música donde se estrenó "Gilda" 
en Madrid con el autógrafo a Enrique Herreros

Al meterte en el cine experimentabas una sensación de felicidad total, la misma de Alí Babá al penetrar en la cueva de los cuarenta ladrones. Te sentías tranquilo, contento, igual que cuando terminabas un examen que sabías que habías hecho bien. Desde el "hall", observabas a los que, allá fuera, luchaban por entrar al mundo feliz. 

(José Luis Garci, fragmento del libro "Mirar de cine", 2011)


Fotograma de "Tiovivo c.1950" de Garci

No hay comentarios:

Publicar un comentario