Con el poeta Luis
Cernuda, digo: “Es la luz misma, la que abrió mis ojos / toda
ligera y tibia como un sueño / sosegada en colores delicados / sobre
las formas puras de las cosas”. Cernuda -tan sevillanamente nieto
de un comerciante de la Plaza del Pan, donde muchas veces vio a los
gallegos que se encorvaban soñolientos y fofos, y sobrino del
escultor Antonio Bidón-, definió al niño como dios sin tiempo.
Porque en la infancia, ya sabes, los límites temporales son frágiles
y un suceso, una tarde de oro en la orilla del río, unas palomas
levantadas al oír las pisadas, pueden existir para siempre.
El Domingo de Ramos que
mejor conozco es una película que comienza en mi antigua casa donde
ya no viven más que los recuerdos. Hay una túnica a la que da el
sol y un canario que canta. Después, me veo vestido ya de nazareno,
con los primeros miedos por pisarme la blanca vestidura, camino de la
Iglesia del Salvador.
con palmas orientales y
ropas en el suelo.
Los gritos de los niños
y el hosanna el que viene
se escucharán en Roma,
Jerusalén, Sevilla…
Al trote del burrito,
se abrirán las ventanas
por ver pasar a un
hombre camino de su trono
rodeado de luces de
teléfonos móviles.
Por la negra garganta de la puerta ojival,
surgirán los azules y
platas de la Hiniesta.
El desprecio de Herodes
y el desprecio del mundo
vendrán cuando las
tardes ocupen los zaguanes,
y alguien rasgue las
ropas dando a beber el trago
de la muerte en la
cruz [...]
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