lunes, 23 de septiembre de 2013

Por lo que serás en el desorden de la muerte

Por el recuerdo de esa breve felicidad ya olvidada
y que fuera alimento de tantos años sin nombre.
Por tu voz de ronca madreperla.
Por tus noches por las que pasa la vida
en un galope de sangre y sueño
Por lo que eres ahora para mí.
Por lo que serás en el desorden de la muerte.
Por eso te guardo a mi lado
como la sombra de una ilusoria esperanza.
 

Para Álvaro Mutis, el otoño era la estación preferida de los conversos: "Detrás del cobrizo manto de las hojas, bajo el oro que comienzan a taladrar invisibles gusanos, mensajeros del invierno y el olvido, es más fácil sobrevivir a las nuevas obligaciones que agobian a los recién llegados a una fresca teología. Hay que desconfiar de la serenidad con que estas hojas esperan su inevitable caída, su vocación de polvo y nada. Ellas pueden permanecer aún unos instantes para testimoniar la inconmovible condición del tiempo; la derrota final de los más altos destinos de verdura y sazón".
 
 
El creador de Maqroll el Gaviero nos dejó a las puertas del otoño. Estaba escrito como un presagio inexorable.  Recuerdo cuando mi padre llegó a casa una mañana de verano y colocó encima de la mesa un libro de Mutis para que lo leyera durante las vacaciones. Yo aún iba al colegio y, desde entonces, Maqroll se convirtió en un leal y errante compañero de viaje.
 
Que te acoja la muerte
con todos tus sueños intactos.
Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños
y en ellos reconocerá los signos
que antaño fuera dejando,
como un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.
 
 
Quizás porque se crió en una finca cafetera de Tolima -que en apache significa "nube"-, tan fértil como el imaginario Macondo, los poemas de Mutis huelen a tierra recién mojada.


Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el zinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.
 

El espíritu de Mutis, que ha muerto con 90 años en México D.F., lejos de los húmedos cañeros colombianos de su infancia, se resumía en la siguiente máxima: "A mayor lucidez, mayor desesperanza y, a mayor desesperanza, mayor posibilidad de ser lúcido". Por ello, cada poema suyo era como un lento naufragio en un océano denso. Si hubo batallas en la playa, desde luego, jamás las ganamos. "El hombre nada sabe de estos callados combates".
 
Vine a llamarte
a los acantilados.
Lancé tu nombre
y sólo el mar me respondió
desde la leche instantánea
y voraz de sus espumas.
Por el desorden recurrente
de las aguas cruza tu nombre
como un pez que se debate y huye
hacia la vasta lejanía.
Hacia un horizonte
de menta y sombra,
viaja tu nombre
rodando por el mar del verano.
Con la noche que llega
regresan la soledad y su cortejo
de sueños funerales.


Todos tuvimos el deseo de llamarte hoy, en esta grieta matinal que fue la noticia de tu muerte, Mutis, pero tú ya no respondiste desde el umbral del otoño. Sólo escuchamos el eco de la desesperanza y, tal vez, muy a lo lejos, el rugido de un mar morado, ciego y desordenado. Descanse en paz, marino con vocación de penumbra.
 
 
Si oyes correr el agua en las acequias,
su manso sueño pasar entre penumbras y musgos,
con el apagado sonido de algo
que tiende a demorarse en la sombra vegetal.
Si tienes suerte y preservas ese instante
con el temblor de los helechos que no cesa,
con el atónito limo que se debate
en el cauce inmutable y siempre en viaje.
Si tienes la paciencia del guijarro,
su voz callada, su gris acento sin aristas,
y aguardas hasta que la luz haga su entrada,
es bueno que sepas que allí van a llamarte
con un nombre nunca antes pronunciado.
Toda la ardua armonía del mundo
es probable que entonces te sea revelada,
pero sólo por esta vez.
¿Sabrás, acaso, descifrarla en el rumor del agua
que se evade sin remedio y para siempre?

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