Sebastián Miranda, de tertulia, con Juan Belmonte,
Valle Inclán y Pérez de Ayala
Valle Inclán y Pérez de Ayala
"Sebastián Miranda es un escultor y es un artista. Además es exagerado. Un día, al salir de La Maestranza de Sevilla, protestaba indignado contra la silueta de un debutante:
- ¡Si no puede ser! -decía- ¡Si con esas piernas de nodriza no se puede ser torero!
Y Juan, el inolvidable Juan Belmonte, gran amigo suyo, que nunca perdía la oportunidad de bromear con él, interpuso:
- Pero Sebastián, ¡cómo estás de viejo!... si ya no se conocen nodrizas, ahora lo que se usa es el Pelargón.
"La Encarna con chiquilín", obra de Sebastián Miranda.
Actualmente, se encuentra en Oviedo.
Actualmente, se encuentra en Oviedo.
Pues Sebastián Miranda, a pesar de ser exagerado, tiene puntos de vista taurinos verdaderamente deliciosos. Y recuerdo aquella ocasión en que comentando el toreo de frente, de perfil, y ese otro de veras aburrido llamado en redondo, el gran escultor se puso las manos sobre la cabeza protestando: ¡Qué horror, qué horror, la noria!
- Ese pase -nos explicó muy en serio-, me recuerda aquel terrible suplicio que existía en Inglaterra en épocas medievales. Se trataba de una noria que no tiraba agua, no molía harina, ni hacía nada. La noria era apenas una gran rueda que el desdichado prisionero hacía girar hora tras hora, día tras día, año tras año... sin ningún fin. ¿Podéis imaginar peor suplicio? ...
Desde aquel día, ninguno de los que estuvimos en la tertulia hemos podido ver una faena en redondo -de aquellas muy inútiles y repetidas- sin acordarnos, con agobio, de la comparación de Sebastián".
(escrito por Conchita Cintrón, marzo de 1974)
"A Sebastián Miranda es muy peligroso invitarle a comer. No es un comensal. Es un juez. Suele colocarse la servilleta a la antigua usanza, anudándola al cuello. Y la servilleta adquiere categoría de gorguera de magistrado dispuesto a sentenciar la calidad y la fritura de un lenguado [...] Un año regresábamos de Pamplona a Madrid, Sebastián y yo. Nos equivocamos de carretera y en lugar de aparecer en Alsasua dimos en Tolosa. Sebastián conducía su coche guiándolo con el acicate de comer en un restaurante, a la altura de Briviesca, donde sirven unos lomos de merluza frita que iba paladeando con creciente exaltación.
- No hay que hacer caso de ese verso del pobre Rubén Darío, al que conocí, y que era un indio triste que refugiaba su tristeza y su timidez en el alcohol, aquel de "carne, celeste carne de mujer". No está mal la carne femenina, pero ¡cómo se va a comparar con la de la merluza! No hay carne como ésa... [...] Déjame correr, que llevo un hambre feroz de catar la merluza.
Su desesperación fue tremenda cuando nos encontramos en Tolosa, muy desviados del camino directo [...] Le propongo entonces comer en Tolosa [...] No sabíamos de ningún restaurante famoso en la antigua capital guipuzcoana. Indagamos. Nos recomiendan uno. Sebastián, ante los apremios del apetito, transige. Entramos en el local de una fonda antañona.
- ¿Qué es lo mejor que tienen de pescado? -demanda a la muchacha que atiende el servicio.
- Chipirones ya tenemos.
- ¿Son buenos de verdad? ¿De anzuelo? ¿Pequeños?
- Pequeños ya son. De anzuelo no sé. ¿Usted los conoce? Pruébelos por si acaso.
Los encargamos y antes un revuelto de huevos con queso que estaba de rechupete [...] Nos presentaron unos chipironcitos muy monos. Sebastián les hinca el diente con avidez. De un bocado se come uno. No había terminado de tragarlo cuando empieza a hacer aspavientos. Alza los brazos. Los agita.
- ¡Qué delicia! ¡Qué maravilla! ¡En la vida comí unos chipirones semejantes, tan tiernos, tan empapados de sal se mar!... ¡Chica! ¡Muchacha, ven aquí! Tráeme en seguida otra ración de chipirones.
- ¿Ya le gustaron?
- ¿Gustarme? ¡Enloquecerme! ¡Es el premio gordo de Navidad! Los chipirones, incomparable, y el guiso, extraordinario. Que venga la cocinera. Que venga el dueño.
- Y el pescador, si quiere, también vendrá.
Sebastián Miranda
Una tras otra, con el ansia de la gula, Sebastián se zampa sin respirar cuatro raciones entre clamorosos gritos ponderativos. Han transcurrido más de diez años de este chipironesco acontecimiento, y el sibarita glotón no lo ha olvidado. No ha tenido suerte. En tanto tiempo no le ha vuelto a tocar ni siquiera un premio de la pedrea en la lotería de los chipirones en su tinta. Tiene que contentarse con la rumia de su recuerdo, y en cuanto distingue un chipirón se le escapa un suspiro. ¡Ay, aquellos de Tolosa, maravilla de los mares, sólo comparables en su exquisitez a un lenguado que comí en San Juan de Luz el año 1930!".
ANTONIO DÍAZ-CAÑABATE
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