¿No habéis visto, algún domingo al caer de la tarde, encualquier puertecillo abandonado del Cantábrico, sobre la cubierta de un negro quechemarín o en la borda de un patache, tres o cuatro hombres de boina que escuchan inmóviles las notas que un grumete arranca de un viejo acordeón?
Yo no sé por qué, pero esas melodías sentimentales, repetidas hasta el infinito, al anocher, en el mar, ante el horizonte sin límites, producen una tristeza solemne.
A veces, el viejo instrumento tiene paradas, sobrealientos
de asmático; a veces, la media voz de un marinero le acompaña; a veces,
también, la ola que sube por las gradas de la escalera del muelle, y que se
retira después murmurando con estruendo, oculta las notas del acordeón y de la
voz humana, pero luego aparecen nuevamente y siguen llenando con sus giros
vulgares y sus vueltas conocidas el silencio de la tarde del día de fiesta,
apacible y triste.
Y mientras el señorío del pueblo torna del paseo; mientras
los mozos campesinos terminan el partido de pelota, y más animado está el baile
en la plaza, y más llenas de gente las tabernas y las sidrerías; mientras en
las callejuelas, negruzcas por la humedad, comienzan a brillar debajo de los
aleros salientes las cansadas lámparas eléctricas, y pasan las viejas,
envueltas en sus mantones, al rosario o a la novena, en el negro quechemarín,
en el patache cargado de cemento, sigue el acordeón lanzando sus notas tristes,
sus melodías lentas, conocidas y vulgares, en el aire silencioso del anochecer.
¡Oh la enorme tristeza de la voz cascada, de la voz
mortecina que sale del pulmón de ese plebeyo, de ese poco romántico
instrumento!
Es una voz que dice algo monótono, como la misma vida; algo
que no es gallardo, ni aristocrático, ni antiguo; algo que no es extraordinario
ni grande, sino pequeño y vulgar, como los trabajos y los dolores cotidianos de
la existencia.
¡Oh la extraña poesía de las cosas vulgares!
Esa voz humilde que aburre, que cansa, que fastidia al
principio, revela poco a poco los secretos que oculta entre sus notas, se
clarea, se transparenta, y en ella se traslucen las miserias del vivir de los
rudos marineros, de los infelices pescadores; las penalidades de los que luchan
en el mar y en la tierra con la vela y con la máquina; las amarguras de todos
los hombres uniformados con el traje azul sufrido y pobre del trabajo.
¡Oh modestos acordeones! ¡Simpáticos acordeones! Vosotros no
contáis grandes mentiras poéticas como la fastuosa guitarra; vosotros no
inventáis leyendas pastoriles como la zampoña o la gaita; vosotros no llenáis
de humo la cabeza de los hombres como las estridentes cornetas o los bélicos
tambores. Vosotros sois de nuestra época: humildes,
sinceros, dulcemente plebeyos, quizá ridículamente plebeyos; pero vosotros
decís de la vida lo que quizá la vida es en realidad: una melodía vulgar,
monótona, ramplona ante el horizonte ilimitado...
PÍO BAROJA. Fragmento de Paradox, rey (1906)
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