domingo, 27 de octubre de 2013

Un hombre de campo que necesitaba la ciudad


Al concepto que del amor tenía Fernando habría que ponerle serreta y una cijada como a un potro: “¡A mí me gustan las mujeres que se quitan las medias a patadas!”. Esas palabras producían en su casa el mismo efecto que si dentro de las tapias de una cartuja cayera un blasfemo. […] Eran los días de su juventud desbordada en que con frecuencia se le oía: “Me gustan las mujeres que crujan”.

[…] Podía soportar horas y horas una silla de palo, pero no la de una conversación. Se iba. Fernando vivió marchándose siempre allí donde su habla no podía desarrollarse en su peculiar estilo e insobornable libertad.


Menos mal que su misión en este mundo no fue ganar dinero y, por tanto, no quedó incumplida con este desbarajuste que le llevó al cabo a la ruina. Se equivocó pensando que para trazar un surco hondo en la tierra tenía que hacerlo con una reja distinta a las demás, supliendo con inteligencia el tesón y el sacrificio ordenado de los otros.

[…] Pero Fernando seguía cabalgando, sintiéndose dueño de lo suyo. Para él, el dinero, mientras menos rodado viniese al bolsillo, mientras más trabajado y a contrapelo, más valor tenía. Sus toros acabarían por imponerse. Cuando comencé a darme cuenta de todo aquello nació en mí una admiración por Fernando ganadero que no hizo sino aumentar con su ruina.

Sólo él frente a los toreros, sometidos al gusto de los públicos, que exigían el toreo preociosista, dejándose rozar las taleguillas, moviéndose en el terreno del toro y mejor no moviéndose.

Sólo él frente a las Empresas, que, sujetas a los toreros, no compraban toros broncos y difíciles.


[…] El hombre del campo, por serlo, necesita de una ciudad que por un tiempo le borre la visión del campo, pero que le hable de él a través de sus transformaciones. Necesita una ciudad donde el montañés le eche vino sobre la caoba macerada del mostrador, mil veces curada con manzanilla.

Fernando necesitaba una ciudad con colmados despidiendo olores fuertes que a él no molestaban, pues todos sus sentidos estaban muy despiertos, pero muy endurecidos […] Necesitaba en verano el horno sin bóveda de las calles sevillanas por las que seguir a una desconocida, guapa o fea, cortejada por el misterio.


[…] En el campo, ante el paisaje estático, la inteligencia del hombre de imaginación, a fuerza de girar sobre sí misma, sin asidero y sin algarabía sensoria, se fatiga y se echa como los bueyes.

Villalón, como buen campesino, se aburría en el campo, aunque se avergonzaba de permanecer en la ciudad. Se sentía tan obligado al campo, que necesitaba disculparse en la ciudad. En el saludo callejero al amigo o al simple conocido siempre intercalaba: “Vine del campo ayer, vuelvo mañana”.
 
MANUEL HALCÓN
"Recuerdos de Fernando Villalón"

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