La tierra estaba seca.
No había ríos ni fuentes.
Y brotó de tus ojos
el agua, todo el agua.
Sucedió en Azpeitia donde, a las siete de la tarde, las nubes que se agarraban a la montaña de Izoarriz decidieron bajar hasta el valle del Urola, y allí, violentamente, abrieron sus ojos, y cayó el agua, todo el agua, sobre la placita centenaria, sobre los tejadillos, sobre los burladeros rojos, sobre los toros guapos de Ana Romero, sobre la tela de los capotes, sobre los trajes de luces. Hasta las monjitas de las Siervas de María cerraron las ventanas de la última planta del convento, desde donde habían visto la lidia del primer toro.
En Azpeitia, todo era agua y barro, y a pesar de ello, los tres matadores (Juan Bautista, Daniel Luque y Borja Jiménez) decidieron tirar para adelante y no suspender la corrida. Una magnífica corrida, por cierto, de Ana Romero: toros en tipo, que derrochaban nobleza, arrancándose al toque, y muriendo con la boca cerrada. Seis buenos toros que, en otras circunstancias (climatológicas) y rematados por arriba (las espadas también resbalaron como la lluvia) habrían permitido que la terna saliera a hombros.
La mejor faena llevó la firma de Bautista al cuarto santacoloma, de nombre "Malva". Bautista y el diluvio, otra vez, la eterna pareja. La suavidad en los toques, el temple, la muleta empapada arrastrada sobre los charcos, la elegancia y el clasicismo. En Azpeitia, el sábado por la tarde, a la hora del diluvio, no sólo brotó todo el agua. También el toreo.