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miércoles, 29 de abril de 2015

Un fotógrafo de fin de semana


La suya fue una muerte discreta, sin filtros ni retoques digitales. La semana pasada falleció Rafael Sanz Lobato (Sevilla, 1932), Premio Nacional de Fotografía en 2011, autodidacta, fumador empedernido, hijo y nieto de ferroviarios. Decía de sí mismo que era "fotógrafo de fin de semana": escapaba el sábado de Madrid con su cámara y su seiscientos, sin rumbo fijo, llegaba a algún rincón de España y volvía el domingo a última hora. "Me gusta lo rural y las fiestas populares. Alguno por ahí dice que soy el pionero del documentalismo gráfico", declaraba en una entrevista. "La función del fotógrafo en la sociedad tiene mucho que ver con la memoria histórica de los pueblos". 


Un antropólogo en blanco y negro, neorrealista, a veces solanesco. Su cámara captó la transformación de España. "No me gustaba Madrid, así que me compré a plazos el seiscientos y empecé a pisar la Piel de Toro. Iba a todas partes: Galicia, Extremadura... La gente de campo era maravillosa. He hecho de todo. Pero, cuando llegaba el sábado, me iba al campo, con la cámara, y así hasta volver el domingo, de madrugada, justo para entrar otra vez en la oficina".


Rafael Sanz Lobato, después de haber visto tanto, se estaba quedando ciego, por lo que decidió morir, discretamente, de un cáncer de pulmón la pasada semana. La España rural que plasmó en sus fotografías, cada vez más "europeizada", cada vez más impersonal, también agoniza y morirá el día menos pensado.

sábado, 13 de abril de 2013

Sed de toros cuando llega la primavera

Afirmaba el escritor, diplomático, profesor y cartelista Ernesto Giménez Caballero que su vocación secreta siempre fue la de torero, tocador de guitarra y caballista. Pero decía también que en las vocaciones fracasadas residía el origen del arte: "dime lo que has soñado ser y te diré cómo escribes". No en vano, definía su estilo como un espontáneo que se quita la chaqueta y se tira al redondel. Quizás por ello, fue uno de los primeros impulsores del surrealismo en España...

 
"Hasta hace pocos años, yo había ido consiguiendo refrenar –al llegar la primavera española– una voluptuosidad obsesionante que me ascendía por las entrañas con más apetito que un apetito sexual […] Me aparecía inexorablemente tal libido, se hacía esta confluencia estacional del año español en que ahora estamos: cuando la Semana Santa, el primer sol fuerte y las primeras corridas de toros llenan el aire nuestro de un temblor como trágico.

A fuerza de rechazar ese ansia vaga –pero bárbara y hermosa– a las alcantarillas de mi ser, obtuve lo que se obtiene de todo frenazo: un desviamiento, una perversión. O –hablando idealmente– una pedantería. Me refiero con estas elipses a la querencia primaveral «de ir a los toros», de ir de «sangre y fiesta», que omniprimaveralmente me sacude los nervios sin apenas poder remediarlo.
[…] Afortunadamente, una inmersión de aquel instinto mío en una coyuntura ocasional de toros, me sanó de repente y me devolvió la salud. Haciéndome ver claro que lo que yo intentaba era estrangular un signo prócer de mi casta: la afición táurica. Y que aquello que yo estimaba como libido infantil y pecaminosa era nada menos que un egregio cordón umbilical tendido entre mi alma y las almas antiguas y aristocráticas del mundo (pongamos la de Teseo, por ejemplo, el matador de Maratón). Lazo umbilical que una tradición piadosa y espléndida me había conservado selectamente, para mi casta, diferenciándola así de otras castas auténticamente bárbaras, modernas, humanitaristas y pedantes.
[…] He ido a los toros recién nacido y en mantillas. De niño he visto tripas despanzurradas de caballo y hombres traspasados de muerte. Sólo dejé de ir a los toros en un periodo crítico y pedante en que me sentí "institucionista". Cuando en la Universidad me dijo algún maestro que las corridas eran una fiesta antieuropea, antiprogresista y bárbara, pero me duró poco.


Fotografía de Rafael Sanz Lobato

[…] Los toros son el último refugio que resta a la España heroica, audaz, pagana y viril, ya a punto de ser asfixiada por una España humanitarista, socializante, semieuropea, híbrida, burguesa, pacifista y pedagógica. Los toros son el último reflejo del español que se jugó la vida en aventuras, que conquistó América, que invadió dominador la Europa del Renacimiento.
Ennoblecer de nuevo esta fiesta, extraer su esencia mítica, es la labor de los nuevos españoles, consecuentes de un pasado y de un porvenir: orgullosos y leales de una gran tierra milenaria, como España.
[…] La única diferencia entre el escritor y el torero es que un día éste puede retirarse del peligro y vivir ya sin público y sin toro. Pero el escritor no. Necesitamos hasta el final una idea que nos embista y alguien que nos contemple. Y si el escritor no lleva coleta y no necesita cortársela es porque siempre tenemos una coletilla para rematar nuestra faena".

miércoles, 27 de marzo de 2013

Fotografías con olor a incienso

 

Jueves Santo… Es el día en que reciben todas las vírgenes de la ciudad.

Con la mantilla negra y los ojos que matan, las hembras repiquetean sus tacones sobre las lápidas de las aceras, se consternan al comprobar que no se derrumba ni una casa, que no resucita ningún Lázaro, y, cual si salieran de un toril, irrumpen en los atrios, donde los hombres les banderillean un par de miraduras, a riesgo de dejarse coger el corazón.
Oliverio Girondo (1923)
 
¡Campanas!
¡Repiqueteo de campanas!
¡Campanas con café con leche!
¡Campanas que nos imponen una cadencia al
abrocharnos los botines!
¡Campanas que acompasan el paso de la gente que pasa en las aceras!
¡Campanas!
¡Repiqueteo de campanas!
 
Oliverio Girondo (1923)
 
 
 
 
 
Las cuatro primeras fotografías son de Rafael Sanz Lobato.
De la cinco a la once, llevan la firma de Cristina García Rodero.
Las cinco últimas son de Martín Santos Yubero.

lunes, 18 de febrero de 2013

Los toros (Agustín de Foxá)


La madre:
Hijo, no vayas a la plaza horrible,
a la arena sin olas de la Plaza.
Quiero tu cuerpo vivo, no el recuerdo,
no la dorada soledad del traje.

El torero:
Madre, debo partir. ¿No ves el toro
que ha de matarme, inquieto por las dehesas,
embravecido por la flor de mayo,
llamándome impaciente por el río?

¿No me has visto al sembrar hacer el gesto
del pase natural, con la semilla?
¿Y en el lento ondular de los trigales,
no estaba mi cintura entre verónicas?

El caballo:
Yo llevaré mi entraña ensangrentada
a abrirla al sol, igual que una granada,
entre la plata de los picadores
y la tabla, sin flor, de la barrera.


El cura:
Es preciso a este sport llevar los óleos,
a este juego los trágicos aceites.
Preparadme la estola, el crucifijo,
yo sé mi oficio de cerrar los ojos.

El monosabio:
Yo soy el albañil de la tremenda
arquitectura roja de la Plaza.
Mi arena con la sangre ha levantado
el suelo unos centímetros lentísimos.

El toro:
¿Para qué he de salir de los toriles?
¿Qué oscura sombra pesa entre mis astas?
No debiera salir, que hoy los vaqueros
se han vestido con traje de monedas.

No debiera salir a ese desierto
con su nube de caras que me gritan.
No debiera salir, pero es preciso.
Hoy sé que un corazón debe pararse.

El vendedor de naranjas:
Yo vendo la naranja de las huertas
a los labios que pálidos la buscan,
secos por la emoción de la cogida.
La calderilla suena entre mis cestos.


El disecador:
Quisiera disecar esa cabeza
con el sol, ya imposible, de esta tarde.
En los ojos de vidrio aquella rabia
y un grito de mujer en cada cuerno.

Todavía la madre:
Ya me lo traen, al fin, como él quería:
muerto en la caja, en raso, de los ricos,
con su traje de oliva y plata vieja,
con esta palidez que no es del campo.

La novia:
Me casarán después con un labriego
tan sólo ensangrentado por las viñas
tendré unos hijos; cuidaré el cortijo,
¡pero en mis sueños lavaré su herida...!

AGUSTÍN DE FOXÁ (1906-1959)

Fotografías de Rafael Sanz Lobato.
Cuadros de Ignacio Zuloaga y José Gutiérrez Solana.