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martes, 20 de mayo de 2014

Una lúgubre masa de adobe y miedo

"Instantáneamente, en un abrir y cerrar de ojos, certero e inexorable como el Destino, el toro se le vino encima. Antes que él lo vio la gente; más que sentir su cogida, la vio en los ojos espantados de la muchedumbre. El alarido de ésta hizo recular al toro; pero el hombre estaba en el suelo, y fuerte mancha roja cubría uno de los muslos".
 

En 1915, Eugenio Noel ya describió las cornadas de David Mora, Antonio Nazaré y Jiménez Fortes. Antes que ellos, por supuesto, otros muchos hombres cayeron. Y así, gota a gota, desgarro a desgarro, golpe a golpe, temblor a temblor, la Fiesta ha sobrevivido a través de los siglos. Nada nuevo bajo el sol, sin que esta costumbre reste un ápice de dramatismo a la tragedia. Algunas tardes, Las Ventas se antoja lúgubre, como una masa de adobe y miedo.

Fotos: Tierras Taurinas
 
En torno a la enfermería de la plaza, a la caída de la tarde, se formó un muro macabro. Cuadrillas, periodistas, curiosos. Con los tres matadores en el hule, la fiesta se había aguado y había que resarcirse con emociones nuevas. El grito dado por la muchedumbre parecía oírse aún por los pasillos del tendido 4. Contaba un viejo matador que para ser torero no se necesitaba corazón, sino tripas y tipo.
 
 
Aunque en nuestro mundo aséptico este espectáculo, a veces tenebroso y siempre bárbaro, prácticamente no tiene cabida, la Tauromaquia se alimenta de cornadas. Pronta recuperación, pues, a todos los matadores heridos, con la gratitud y admiración de los aficionados.
 
Fotos: Alberto de Isidro

martes, 22 de octubre de 2013

Coja usted un puchero y beba sangre de toro


Serían las cinco de la mañana cuando llegué al Matadero, y ya la cola rebasaba la fuente que hay cerca de la Puerta de Toledo, ocupando parte del patio de entrada, muy próxima la cabecera a la gran nave donde se descuartizan las reses bravas y se apartan los mondongos.
 
Diseminados por todas partes veíase a los casqueros, hombrones del Norte casi todos, con las manos metidas en el peto de los mandiles mugrientos y teniendo a los pies una enorme cesta de cinc para transportar las asaduras, los despojos, las pezuñas, las criadillas, todos esos menudillos que huelen tan mal, expuestos por los tablajeros y que son la base de la comida de mucha gente y la fortuna de los gatos.
 
Algunos carreros se entretenían en limpiar un enorme cajón con ruedas formidables, lleno de sangre y piltrafas, vehículo de los que, al anochecer, transportan las carroñas hechas cuartos tan descaradamente como con peligro para los transeúntes. Y tan cierto es ello, que no hay en el mundo nada semejante a esta repugnante manera de transportar la carne, indigna de una capital europea, al aire libre la parte posterior del carro, hacinados los sangrientos despojos y balanceándose en los movimientos difíciles del monstruoso y pesado armatoste, arrastrado a través de las calles angostas por reatas de mulas a las que su desaprensión y bestialidad han hecho merecidamente célebres.
 

Saludé al matarife, a quien iba recomendado nada menos que por el concejal visitador del establecimiento, y por el caso que me hizo pude sospechar el que me hubiera hecho a no haberme recomendado tan grande personaje. Sin embargo, días más tarde se me hizo notar por el concejal de marras, asiduo lector de Nietzsche por cierto, que tales matarifes, por razón de su oficio, son poco comunicativos y de alma endurecida, a cuyas cualidades hay que forzosamente hacer honor, pues sin ellos la alimentación de las urbes sería un problema peliagudo.
 
Y tan era así y tan poseído estaba de su importancia el verdugo de los animales, que cuantos pasaban por nuestro lado le saludaban con deferencia, le daban palmaditas en los hombros y le hacían toda clase de sociales monerías.
 
Visité las dependencias, dignas de eterna recordación por lo nada higiénicas y lo insuficientes, y me hacía cruces al considerar que España tenga por capital un pueblo a quien no le arredra poseer en una de las calles más concurridas y populares un edificio semejante.
 

Pero lo que a mí aquella mañana me interesaba no era el edificio, ni su emplazamiento, ni la parte que en la mortalidad diaria pudiera caberle [...] El objetivo de mi visita era aquella cola, tan larga ya a las cinco de la mañana [...] He estado en el hospital, en la guerra y en la cárcel y no vi jamás cosa que igualara la tragedia horrible de aquella escena silenciosa. Apoyados en las paredes, reclinados en los salientes de las piedras, agarrados a los hierros de la verja, rígidos como estatuas, en cuclillas, sentados a lo turco, echados en el suelo, en esa forma que el lenguaje gráfico del pueblo define así, "echadazos", hombres, niños, mujeres, aguardaban tranquilos, inmovilizados en la postura primera que tomaron. Unos llevaban cazuelas; otros, pucheros; copas grandes de vidrio; jarras, algunos. Muchas mujeres vigilaban con cuidado panzudos cántaros de tierra de Vallecas. Un niño jugaba en las baldosas de la acera con un viejo perol abollado.
 
[...] Allí estaban, en la pared, encorvados, las manos en los bolsillos, el puchero en un sobaco, caído el sombrero hasta los ojos como si les diera el sol y aprovecharan el tiempo durmiendo [...] Pedí permiso a su madre, y tomé en brazos a un chiquillo. Era guapo de veras, pero tenía en las bellas líneas de su cara un no sé qué, el mismo "no sé qué" de todos los que con tanta resignación esperaban: falta de sangre. Sentían todos escapárseles la vida e ignoraban qué tenían. Todos pronunciaban la palabra anemia, y no sabían más.

 
[...] ¿De quién se ha de beber sangre en España sino del toro?... ¡Sangre del toro!... [...] La panacea, el remedio universal, es la sangre de este bicho indomable. La imaginación del pueblo le ha deificado, y harta de verle irritado, furioso, en actitudes de luchador sublime, cree en él como cree en Dios. Se rociaría el cuerpo con su baba rabiosa, con la espuma de sus morros, cuando en un lance difícil se cubre de ella el belfo tembloroso. Ese hombre es un toro, dice el pueblo para significar la bravura de un varón [...] El rey de los animales es el toro para el pueblo español [...] Su sangre es la nuestra, la soñada sangre de nuestro heroísmo. El pueblo la siente caer a chorros en su delirio de grandeza, y con la copa llena de sangre espumosa como un vino bueno comete locuras a la manera gloriosa y estúpida del toro.
 
Las vecinas lo saben bien. Su consejo es idéntico al del curandero. La enferma oye energéticamente el dicho:
- Coja usted un puchero y beba sangre de toro. Se cierran los ojos, y ojos que no ven, corazón que no siente.
 
Si en vez de la sangre del toro fuera otra sangre, el consejo no se aceptaría. Pero el alma está llena de la visión de la fiera, y sólo pensar que esa fiereza puede precipitarse en nuestras venas...

EUGENIO NOEL

domingo, 21 de octubre de 2012

Así comen los hombres (o los sádicos, según Bruselas)

No cabe un tonto más. Un grupúsculo de ocho eurodiputados exige que la Unión Europea vete la producción y venta de foie gras porque considera que los patos y ocas son sometidos a “prácticas bárbaras” (sic). Estos euromentecatos, con un italiano a la cabeza, denuncian que no se informe al pobre e inocente consumidor sobre los métodos aplicados en las granjas de aves. “Se trata de una práctica inmunda y bárbara, una auténtica tortura de millones de ocas y patos que viven indescriptibles sufrimientos cotidianos para permitir el consumo del renombrado foie gras. La cuestión es que la mayoría de las personas que adquieren este producto lo hace de buena fe, ignorando el proceso que hay detrás”. Este iluminado italiano, que responde al nombre de Zanoni y que cobra una pastizara por decir esta sarta de imbecilidades, insta, además, a “abrir los ojos” a los consumidores europeos y reclama que desde el Parlamento se apoye una recogida de firmas para prohibir el foie gras.


Gracias a él y a su cruzada por velar sobre nuestra moral, los europeos nos acordaremos del Patito Feo, Donald y su novia Daysi cada vez que vayamos al mercado; pensaremos en sus dulces hígados y le gritaremos al tendero: “vade retro, salvaje”. Éste es el nivel ético e intelectual de “nuestros” políticos en Bruselas, quienes, por cierto, durante años, han exterminado la mitad de nuestra cabaña brava con controles sanitarios más que cuestionables y gravosos, gracias al conchaveo, por supuesto, con las administraciones locales, que también tienen tela que cortar.


Supongo que el señor Zanoni ordenaría prohibir este capítulo de Eugenio Noel publicado en su libro “España nervio a nervio” y que describe una gazpachada en una almazara murciana. Al texto le falta ese aire de modernidad, progresismo y uniformidad que dictan desde el Parlamento europeo.


“Estamos en Yecla […] Nos quieren dar de comer los amigos, pero nos avisan prudentemente: ¿Está bien vuestro estómago? ¿Somos hombres de veras? Y muy serios nos afirman que no todos son capaces de resistir la comida que nos ofrecen, y que se necesita una constitución de hierro para digerirla. Insisten en ello muchas veces, no sea que luego hagamos ascos, cosa que les disgustaría bastante. Se trata de una comida para hombres, y quieren cerciorarse de que no hay grietas, ni escrúpulos, ni remilgos en nuestra alma. Sin haber leído a Paulow, saben que el trabajo de las glándulas digestivas es realizado por el espíritu y que es el sistema nervioso el que regula las secreciones de jugos. Su alegre grito: ¡es una comida para hombres!, les excita, y en sus ojos, ojos de una vieja raza extinguida, brillan deseos y ansias. Sólo los que son hombres de veras comen como ellos. Los señoritos, los enfermos, los vagos, se asustan. Y, regocijados, cuentan historias de hombres enclenques a los que la vista de sus condumios les quitó el apetito y les produjo nauseas, dándoles pobre idea de los varones de la ciudad.


[…] El vaso no para nunca; debe ser así. Y bebiendo hablan de comidas campesinas que pudieran parecerse a su gazpacho; de las gachas manchegas hechas de harina de titos o guijas o almortas, con hígado de cerdo machacado y ajo y guindillas de Herencia o del Tomelloso; de las patatas cocidas en la pez entre cebollas en vinagre, ajo y mondarajas de naranja; del ajo arriero; de la hierba de cuajo traída de Sierra Morena; del gazpacho galiano; del salao de los serranos que invernan en Alcudia; del ajo blanco de los segadores... No, ningún guisote de ésos se parece al suyo. Ninguno es tan substancioso ni tan machuno […] Nada de cuchillos, ni tenedores, ni cucharas; gozosos muestran los dedos; ni siquiera hay platos. El plato de todos será el de la torta, y al mismo tiempo que la comida se irán comiendo el plato. ¿No es admirable ya un manjar del que se come hasta el plato en que se sirve?


En la sartén han caído, partidos en gruesos trozos, pollos y conejos; sobre las tortas migadas, la pringue y las acelgas o espinacas […] ¿Gusta? Las aclamaciones son unánimes. Así se come entre hombres, entre españoles de raza; los viejos íberos comían así, todo en un plato, con los dedos, rasgando la torta y doblándola, después de haber recogido con ella y metido en ella una buena tajada, bien empapados los dedos de pringue […] A esa luz de los candiles arcaicos, las caras de estos recios y francos hombres laboriosos son bellas estrofas de poemas antiguos. Son rostros íberos, líneas de raza, expresiones de una alegría y nobleza reveladoras”.

lunes, 17 de septiembre de 2012

¡Oh ese toro, Colás!

Es tan delicioso, tanto en forma como en contenido, que no puedo dejar de copiar un largo fragmento del libro "España nervio a nervio" de Eugenio Noel. El protagonista es Colás (diminutivo cariñoso de Nicolás), un mayoral enamorado que pide al autor que le ayude a escribir una carta dirigida a su novia, la Norberta. Antes, pasan el día en el campo rodeados de toros bravos:


"Ha traído Colás la bota y nos hemos sentado los dos cerca de un labajo, donde se bebe tranquilamente un asnillo, sobre los hierbajos a abrojos que motean el césped corto de los pastos, el mullido aterciopelado de la pradera. Un puentecillo rústico de grandes lascas pizarrosas salva el caz limpio hasta la madre vieja y unas ciénagas o remansos cargados de légamo rojizo. ¡Qué bien sabe este chorro de color de rubí que cae de la bota!... El clarete aloque sabe aquí a gloria. Aquí… ¿Es el gusto del vino o es el paisaje adorable el que regocija nuestro espíritu inquieto?... Colás se limpia los hocicos con la vuelta de su zamarra y se cree en el deber de elogiar el vino. Yo no deberé olvidar nunca que se llama así porque vino del cielo. Y el mozarrón ríe satisfecho de haberme enseñado el origen de esa palabra. El elogio del vino es obligado en el campo. El agua… ¡bah!... el agua… buena para el haza que espera la semilla, para la serna dura que rechaza el arado. Shakespeare hablaba como este mozo: as false as water… Pérfida como el agua… Hace sonreír el cuidado con que Colás deja la bota entre los jarales. La goma de los jarales va bien con la pez de la bota: yo tampoco sabía esto. Son buenos compañeros, como el fresno y el chopo, como el acebuche y la encina. ¡Qué buenas migas hacen el chopo y el castaño!... Colás y yo hablamos de estas cosas; ¿qué otras tenemos que decirnos?


A veces se inquieta un poco; nada de cuidado, un toro cortajano, galgueño, chatobroco, que anda al cobijo de los madroñeros, huido desde la víspera, en que fue vencido por otro. Solitario, mohíno, receloso, se cura sus heridas entre los pinsapos y los abetos rojos, encampanado, todo él lleno de rencores. A veces se levanta Colás, agarra un guijarro de entre las eneas y los barrillares y, sin tirarlo, da una gran voz; el toro escucha un momento, amusgado y venteando con su magnífica cabeza. Es preciso mirar la bellísima res, aquellos poderosos rasgos que definen sus contornos en este aire sutil del prado con una limpieza asombrosa. Nada más bello que su estampa, que su testuz ancha, que sus ancas, que su morro, su gatillo, el garguero, la papada, las líneas de su masa arrosalada desde las agujas hasta la cola… Los ojos del vaquero brillan delante del toro atento. ¿Obedecerá el toro sardo de los lomos claros? El borlón o hisopo de la cola azota las ancas, las babillas de sus patas; escarba, muge débilmente y, perezoso, se va lento, muy lento, deteniéndose a escuchar, como si obedeciera al zagal de mala gana.
Vuelve Colás a echarse entre los arbustillos, entre estos mazos enanos de glumáceas aislados en los tamarindos, en las hojas del helecho. Sus ojos se entornan; piensa, sin duda, en lo que me ha de dictar esta noche para su Norberta… Pasa un manchonero caviloso en su burro, la azada al hombro, atabardilleado por el sol, canturrando una playera. Hay que darle vino y avisarle, aunque ya lo sabe de sobra, que no hostigue a los toros. Lo mejor para él será tomar por aquellos carrascales y retamas, por donde el arroyuelo serpentea entre chopos tuertos y secos. Sobre todo, ojos con aquel toro huido que huronea por los alboceras y los alcornoques. Delicioso es el acto sencillo de ver marchar a este hombre caballero sobre el rucio, con su cestita de vareta al brazo, su buen trago de peleón en el buche, su alegre voz, que canta cosas tristes.

Es muy agradable caminar entre los toros, en una tarde como ésta, tan bella, tan dulce… por un sitio que inspira al corazón los más suaves ensueños. ¡Oh ese toro, Colás!... No haya miedo; esos bichos tienen un alma extraña. Gozan horas enteras descansando, echado en esas tierras concejiles, sobre las verdes taraceas de los pastos tiernos; pero de improviso sienten enardecida su sangre por ruidos que sólo ellos oyen, por olores que sólo a ellos llegan. Sin embargo, Colás anda de un lado para otro, los dedos en los labios, presto a dar un silbido que detendrá al toro desmandado, un toro enorme, chorreado, brocho, casi cubeto".