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domingo, 1 de marzo de 2015

Sol de marzo

Dice el refranero que el sol de marzo conmueve, pero no resuelve, es decir, que promete más que da. Marzo también es el tiempo en que llegan las golondrinas y se siembra el garbanzo. Si recordamos Cien años de soledad, cada mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea de Macondo, y con un gran alboroto de pitos y timbales, daban a conocer los nuevos inventos: "El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señarlarlas con el dedo". Al igual que Gabriel García Márquez -que vino al mundo el 6 de marzo de 1928-, Aureliano Buendía nació en el tercer mes del año... y con los ojos abiertos.


"Muchos años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado, con la mano en el aire y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de los gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis".


Mi manzano 
tiene ya sombra y pájaros. 

¡Qué brinco da mi sueño
de la luna al viento! 

Mi manzano
da a lo verde sus brazos. 

¡Desde marzo, cómo veo
la frente blanca de enero! 

Mi manzano... 
(viento bajo). 

Mi manzano... 
(cielo alto).

(Federico García Lorca)

miércoles, 1 de octubre de 2014

Era octubre


El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más que una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.

Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa. Durante cincuenta y seis años -desde cuando terminó la última guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
 
Gabriel García Márquez
"El coronel no tiene quien le escriba"

sábado, 19 de abril de 2014

Siempre nos quedará Macondo


"Leí que ella viajó en su juventud por muchos pueblos donde fue recolectando recuerdos gratos. Pero cuando volvió a su pueblo, mucho tiempo después, ya no pudo reconocerlo tal como fue su hogar, por lo que cuando tuvo que pasar por los pueblos por donde fue feliz, decidió eludir y evitar mirar, para guardar sus recuerdos tal y como los veía en sus nostalgias" (El amor en los tiempos del cólera).
 

Decía Gabriel García Márquez que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Tras leer la vida contada por García Márquez, el olor de las almendras amargas nos recuerda siempre el destino de los amores contrariados. Es inevitable.
 

Seis años después de El coronel no tiene quien le escriba (1961), la mejor obra de Gabo fue la que publicó en 1967, Cien años de soledad. En esto consistió parte de su grandeza y de su desgracia. No superar aquella tarde remota en la que el padre de Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo. Bastante tiempo después llegó El amor en los tiempos del cólera (1985) y, al final, otras novelas con más pena que gloria. Me atrevería a afirmar que la carrera de García Márquez se resume en estos tres grandes títulos, ni uno más, pero tan colosales que resulta difícil olvidar cuándo y dónde leímos por primera vez la historia de Macondo, reflejo literario de Aracataca. Como aquella mujer de El amor en los tiempos del cólera, que decidió no volver a pasar por los pueblos donde fue feliz, aunque a veces he sentido la tentación de regresar a Macondo, de leer de nuevo su historia, he desistido antes de abrir la solapa del libro. Macondo sobrevive en la imaginación de los lectores, cada uno diferente del otro. No hay que abusar de la magia. Ése es el secreto. 
 
 
"Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerca, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita" (Cien años de soledad).