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viernes, 7 de diciembre de 2012

Sin e-book y con los Hermanos Karamázov a cuestas


“Me cuesta trabajo imaginar que las tabletas electrónicas, idénticas, anodinas, intercambiables, funcionales a más no poder, puedan despertar ese placer táctil preñado de sensualidad que despiertan los libros de papel en ciertos lectores: pero no es raro que en una época que tiene entre sus proezas haber acabado con el erotismo se esfume también ese hedonismo refinado que enriquecía el placer espiritual de la lectura con el físico de tocar y acariciar [..] Confieso que tengo poca curiosidad por el futuro, en el que, tal como van las cosas, tiendo a descreer. En cambio, me interesa mucho el pasado, y muchísimo más el presente, incomprensible sin aquél”.
(Vargas Llosa, La civilización del espectáculo)


A primera hora de la mañana, me gusta observar a las personas que viajan conmigo en el metro. Un alto porcentaje va leyendo en un e-book. No tenía ni idea de cómo eran esos cacharros hasta que una amiga dejó que trasteara con el suyo: me pareció una máquina ligera, bastante más que un libro, esterilizada, fría e impersonal, con apenas tres botones y unas páginas deslizantes. Me hice un lío al cambiar el tamaño de la letra y mi amiga, con razón, se puso nerviosa y me quitó el cacharro de las manos. De la misma manera que ya es demasiado tarde para pensar en euros, también lo es para leer en e-books, por muy ligeros, transportables y compactos que sean.
Recuerdo un mediodía, hace unos seis años, en el que tuve que marcharme de la Facultad porque me encontraba a morir. Justo esa mañana, la compañía de autobuses de Sevilla, TUSSAM, se había puesto en huelga y yo no tenía suficiente dinero en la cartera para coger un taxi. Tuve que volver a casa caminando, desde la Isla de la Cartuja hasta Nervión, 5 kilómetros en total, febril bajo el sol de enero, y con la novela de "Los hermanos Karamázov" en la mochila. El Puente de La Barqueta se me hizo eterno. Desde entonces, el peso de los libros me resulta algo muy relativo.  


De todos modos, entiendo que el libro en papel está condenado a desaparecer, como también las cartas, los telegramas o las tradicionales llamadas telefónicas. Hace un tiempo, el gran José María Íñigo dio una información interesante: Madrid es la ciudad europea con menor número de buzones. Enviar una carta se ha convertido en una odisea homérica. A causa del e-mail y el Whatsapp, las canciones "Un telegrama" o "Comunicando" parecen compuestas en el Paleolítico Inferior. 



Antes del Whatsapp, los hombres se declaraban así.

Llevo media hora leyendo esta noticia sobre los iBooks y sigo sin enterarme de una sola palabra. El "contenido enriquecido" me recuerda a las pastillas de Gallina Blanca: “Florecen nuevas empresas que crean directamente e-books de contenido enriquecido, formato híbrido entre el libro de toda la vida, lo audiovisual y el videojuego, y que abarca las apps para teléfonos móviles y tabletas”. Mi no entender. Sospecho que la revolución del grafeno se me va a indigestar. Quizás sea el momento de volver a las señales de humo.



domingo, 30 de septiembre de 2012

La (imprescindible) autoridad

«No había conocido a su padre, pero solían hablarle de él en una forma un poco mitológica y siempre, llegado cierto momento, había sabido sustituirlo. Por eso Jacques jamás lo olvidó, como si, no habiendo experimentado realmente la ausencia de un padre a quien no había conocido, hubiera reconocido inconscientemente, primero de pequeño, después a lo largo de toda su vida, el único gesto paternal, a la vez meditado y decisivo, que hubo en su vida de niño. Pues el señor Bernard, su maestro de la última clase de primaria, había puesto todo su peso de hombre, en un momento dado, para modificar el destino de ese niño que dependía de él, y en efecto, lo había modificado [...] Los alumnos a la vez temían y adoraban al señor Bernard».
(Albert Camus, fragmento de "El primer hombre")
 
 
En pocos días, prácticamente en el mismo fin de semana, he leído tres noticias relacionadas con el vandalismo callejero. La madrugada del 22 de septiembre, una docena de salvajes destrozaron varios coches, quemaron contenedores y arrojaron botellas de vidrio en el concierto MTV Beach que se celebró en Madrid, en las explanadas del Manzanares. Los altercados se saldaron con 60 heridos, veinte de ellos policías. A los detenidos se les acusó de atentar contra la autoridad. Horas después y a pocos kilómetros, otro acto de vandalismo fue el causante de que se suspendiera el partido de fútbol entre El Rayo Vallecano y el Real Madrid. Según el presidente del Rayo, unas personas cortaron los cables de la luz del estadio de Vallecas. Esa misma noche, en Nîmes, unos gamberros rociaron con pintura roja la estatua del diestro Nimeño II que preside, desde hace años, la entrada al anfiteatro romano.
 
 
Estas situaciones sólo se producen en las sociedades en las que los individuos que habitan en ella le han perdido el miedo a la autoridad, desde la más elemental (la familia y la escuela) a la instutucional (el Estado y las fuerzas de seguridad). Entre ambos extremos, hasta al acomodador de cine se le ha perdido el respeto. Escribía Carlos Colón hace algunos años:
 
 
«Al cerrar el último cine de una pequeña ciudad castellana el periódico local entrevistó al acomodador,  el proyeccionista y la taquillera [...] “Los chavales solían acudir al cine en tropel y tomar el gallinero. Allí hacían de las suyas, y más de una vez tuve que llamar a la policía. ‘¡Arevalillo! ¡Que estas bragas no son mías!’, se escuchaba en medio de la proyección y las risotadas de la pandilla del gracioso. Todas las sesiones se saldaban con varios expulsados”, contaba el acomodador. “En este cine se han montado muy gordas”, añadía la taquillera. “Llegó un momento en que el empresario decidió cerrar el gallinero porque la situación era insostenible –puntualizaba el proyeccionista–. Y lo hizo a petición mía porque, al estar la cabina en el mismo gallinero, yo era el principal perjudicado. Se subían al techo de la cabina, que era de cañizo, y cualquier día lo iban a hundir. Eran burrísimos”.

En Sevilla, ni aún en los peores cines de barrio solían llegar a tanto las cosas. Pero Castilla es Castilla y los mozos son los mozos. Además los acomodadores y porteros vestían de uniforme, y en aquellos días (y no sólo en España) un uniforme imponía lo suyo, aunque fuera el campero con sombrero de ala ancha de los guardas de parques y jardines o el de los acomodadores que los viejos sevillanos llamaban groom (anglicismo aplicado a los empleados uniformados, tomado de los servidores de la Caballería Real inglesa). Lo recordaba el otro día, al sufrir las groserías de unos gamberros en la impersonal sala de un impersonal complejo de multisalas incrustado en un impersonal centro comercial, sin portero uniformado que nos salvara. Gamberros ha habido siempre. La novedad es que ahora se saben impunes».
 
 
Curiosamente, hace también pocos días, el Gobierno anunció la enésima reforma educativa de la democracia. El ministro de Cultura, José Ignacio Wert, ha garantizado que uno de los principales objetivos de la ley consistirá en aumentar la autoridad del profesor, aunque no ha explicado cómo. Desde mayo del 68, esta necesidad -el restablecimiento de una jeraraquía moral- se ha vuelto mucho más apremiante que la Educación para la Ciudadanía, pues la falta de autoridad nos conduce a una irremediable quiebra ética que hace imposible la convivencia más básica. En los últimos años, lo único que se ha definido con precisión ha sido el decálogo para formar a un delincuente.
 
 
En opinión de Vargas Llosa, «es evidente que Mayo del 68 no acabó con la "autoridad", que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como uno de los lemas del movimiento "Prohibido prohibir", extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla».
 
 
Si seguimos fomentando el libertinaje -que nada tiene que ver con la libertad-, pronto iremos al fútbol, a los toros, al cine y a los conciertos con el seguro de vida en la mano.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Modernos, si me queréis... ¡¡¡IRSENNNN!!!


"Cuando una cultura relega al desván de las cosas pasadas de moda el ejercicio de pensar y sustituye las ideas por las imágenes, los productos literarios y artísticos son promovidos, aceptados o rechazados por las técnicas publicitarias y los reflejos condicionados de un público que carece de defensas intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y las extorsiones de que es víctima. Por ese camino, los esperpentos indumentarios que un John Galiano hacía desfilar en las pasarelas de París (antes de descubrirse que era antisemita) o los experimentos de la nouvelle cuisine alcanzan el estatuto de ciudadanos honorarios de la alta cultura".


El gibraltareño John Galiano, a lo torero

"La diferencia esencial entre aquella cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de aquélla pretendían trascender el tiempo presente, durar, seguir vivos en las generaciones futuras, en tanto que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer, como los bizcochos o el popcorn. Tolstói, Thomas Mann, todavía Joyce y Faulkner escribían libros que pretendían derrotar a la muerte, sobrevivir a sus autores, seguir atrayendo y fascinando lectores en los tiempos futuros. Las telenovelas brasileñas y las películas de Bollywood, como los conciertos de Shakira, no pretenden durar más que el tiempo de su presentación, y desaparecer para dejar el espacio a otros productos igualmente exitosos y efímeros. La cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura" (Mario Vargas Llosa).


La cantante Shakira, cual gata sobre tejado de zinc caliente

Aprovechando las palabras de Vargas Llosa, no puedo pasar por alto la "obra maestra" de la última edición de ARCO, ese contenedor de desechos de tientas donde todos los artistas que se autoproclaman "modernos y rompedores" escupen su porquería. El detritus "Always Franco" -la escultura del dictador dentro de una nevera de Coca-Cola- causó sensación. Su autor, un tal Eugenio Merino, daba, con esta explicación, una idea muy clara de la catadura moral e intelectual de los neo-artistas: "Los pueblos son sanos cuando se ríen de su pasado, porque es una manera de enterrarlo. Pero Franco sigue siendo un resorte partidista. Es un fantasma congelado y no se marcha. Al principio barajé incluir a Mao Zedong, pero no funcionaba tan bien. Franco en una nevera es la imagen de su permanencia en nuestra cabeza".

Si el pasado es cosa de risa, ¿qué será del presente con manifestaciones "culturales" como ésta? La Coca-Cola, por cierto, es valenciana... aunque la llamábamos Nuez de Cola, que suena mil veces mejor.


Franco criogenizado... ¿La chispa de la vida?

martes, 11 de septiembre de 2012

Ejercicios de erotismo, insinuación y sensualidad

El domingo pasado, sobre las cinco de la tarde, cruzaba andando Chamberí camino de Las Ventas. Iba delante mía una muchacha de no más de dieciocho años que, a cada paso, tenía que sujetarse la camiseta que dejaba al descubierto tres cuartas partes de su espalda y, por supuesto, la ropa interior. No sé adónde se dirigía, pero seguro que llegaría desnuda. Hasta que la adelanté en un semáforo en Ríos Rosas, me preguntaba: ¿qué ha sido de la insinuación (dar a entender algo sin más que indicarlo o apuntarlo ligeramente), del arte de dejar ver sin enseñar? ¿Desde cuándo nos hemos convertido en una civilización tan soez?
Hace poco, leía este artículo de Vargas Llosa: "El erotismo ha desaparecido, al mismo tiempo que la crítica y la alta cultura. ¿Por qué? Porque el erotismo, que convierte el acto sexual en obra de arte, en un ritual al que la literatura, las artes plásticas, la música y una refinada sensibilidad impregnan de imágenes de elevado virtuosismo estético, es la negación misma de ese sexo fácil, expeditivo y promiscuo en el que paradójicamente ha desembocado la libertad conquistada por las nuevas generaciones. El erotismo existe como contrapartida o desacato a la norma, es una actitud de desafío a las costumbres entronizadas y, por lo mismo, implica secreto y clandestinidad. Sacado a la luz pública, vulgarizado, se degrada y eclipsa, no lleva a cabo esa desanimalización y humanización espiritual y artística del quehacer sexual que permitió antaño. Produce pornografía, abaratamiento procaz y canalla de ese erotismo que irrigó, en el pasado, una corriente riquísima de obras en la literatura y las artes plásticas, que, inspiradas en las fantasías del deseo sexual, producían memorables creaciones estéticas, desafiaban el statu quo político y moral, combatían por el derecho de los seres humanos al placer y dignificaban un instito animal transformándolo en obra de arte".

Las películas del Hollywood clásico reflejaban esta "refinada sensibilidad" a la que hacía referencia Vargas Llosa. Los hombres se enamoraban de Rita Hayworth sólo con aflojarse un guante o entonar una canción a medianoche sobre una mesa.


En aquellas películas de cine negro, la seducción era un arte dentro y fuera de la pantalla. Bogart se enamoró de Lauren Bacall, "La Mirada de Hollywood", en el rodaje de "Tener y no tener". Ella tenía 19 años. La frase: "si me necesitas, silba", se hizo mundiamente famosa tras la película.


En el verano de 2010 fallecía Patricia Neal, la actriz que se enamoró locamente de Gary Cooper. "Es una de las cosas más maravillosas que me ha sucedido en la vida. Le sigo amando, incluso ahora", escribió en su autobiografía. Cooper estaba casado y el romance con Neal terminó cuando su mujer rechazó concederle el divorcio.



Su actuación en "El cartero siempre llama dos veces" lanzó al estrellano a Lana Turner y a sus infinitas piernas. Fuera del restaurante-gasolinera donde trabajaba Turner colgaba un cartel: "Se necesita hombre" ("Man wanted"), un juego de palabras que encerraba un doble sentido: la necesidad de un hombre para trabajar, pero también para amar.


Continúa Vargas: "Hacer el amor en nuestros días, en el mundo occidental, está mucho más cerca de la pornografía que del erotismo y, paradójicamente, ello ha resultado como una deriva degradada y perversa de la libertad [...] Por ello, si queremos que el amor físico contribuya a enriquecer la vida de las gentes, liberémoslo de los prejuicios, pero no de las formas y los ritos que lo embellecen y civilizan, y, en vez de exhibirlo a plena luz y por las calles, preservemos esa privacidad y discreción que permiten a los amantes jugar a ser dioses y sentir que lo son en esos instantes intensos y únicos de la pasión y el deseo compartidos".

Burt Lancaster y Deborah Kerr en "De aquí a la eternidad"