
A contraquerencia de los tiempos. Este es un lugar pasado de moda, irremediablemente demodé; como una taberna aislada en la era de los pubs y las discotecas: vacía, silenciosa, sombría, con el dueño acodado en la barra, ataviado con su mandil, entre el olor a madera y vino. Este blog es como esa taberna, condenado a desaparecer.
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lunes, 7 de septiembre de 2015
Ciudad con olor a cloro
jueves, 3 de septiembre de 2015
Luz de pintor
En 1919, con 56 años, el pintor
Joaquín Sorolla recaló en Ayamonte con el objeto de plasmar la
tradicional pesca del atún. Fue éste el último lienzo de un
conjunto titulado “Visión de España”, encargo de la Hispanic
Society of America a un Sorolla ya reconocido como “el maestro de
la luz”. El día de San Pedro, dio la última pincelada del cuadro
y escribió la siguiente carta: “Ayer estuve nervioso, porque
cuando vino el modelo, algo tarde, el sol daba ya en el agua, y me
cegaba, y no podía saber cómo tenía el modelo la cara […] Perdí
el verdadero tono y empecé a tantear y cansarme, para que, al final,
comprendiese que había perdido una tarde. Pero, ¡he aprovechado
tantas en esta obra!”. Y no es de extrañar: en Ayamonte, cada
atardecer vale su peso en oro. Pocos lugares desprenden luz de
pintor.
Aquel modelo cuya cara Sorolla no podía
distinguir a causa del sol, se llamaba Francisco Hernández Pérez.
Posó durante siete días con un cigarrillo en la boca a cambio de
trece pesetas. El marinero -casado con una ayamontina- nunca vio
terminada la obra porque tuvo que zarpar antes de que Sorolla
rematase el lienzo. Se conformó con una reproducción sobre azulejo
que aún adorna uno de los bancos de la plaza de La Laguna.
lunes, 22 de junio de 2015
Las portadas del verano
Llegó el verano, a la vida y al papel. Las revistas también se llenan de verano y resulta muy difícil no arramblar con todos los números de julio y agosto, que pronto serán hojeados durante las maravillosas tardes de playa y piscina. Sin embargo, para inolvidables, aquellas portadas que Eduardo García Benito diseñaba para Vogue durante los años 30 y 40... sin Illustrator, ni Indesign, ni Photoshop.
García Benito -nacido en Valladolid en 1891- fue el principal artista español del movimiento Art Decó a nivel mundial. A los veintiún años, fue becado por el Ayuntamiento vallisoletano para continuar sus estudios de pintura en París, donde entabló amistad con Picasso o Modigliani, pasando por Juan Gris o Gauguin. Durante la Belle Époque, ya era considerado un brillante dibujante, comenzando a trabajar para Vogue y Vanity Fair.
Las portadas de García Benito -hoy injustamente olvidado- nos transportan al mismo corazón del verano, el más elegante, con cielos estrellados azul cobalto, tejidos ligeros, barcos reflejados en la bahía, cigarrillos al anochecer e interminables paseos por la playa.

"Se cruzaron junto al ascensor,
reflejados en los grandes espejos de la escalera principal, cuando él
se disponía a bajar a su cabina, situada en la cubierta de segunda
clase. Ella se había puesto una capa de piel de zorro gris, llevaba
en las manos un pequeño bolso de lamé, estaba sola y se dirigía
hacia una de las cubiertas de paseo; y Max admiró, de un rápido
vistazo, la seguridad con que caminaba con tacones pese al balanceo,
pues incluso el piso de un barco grande como aquél adquiría una
incómoda cualidad tridimensional con marejada. Volviendo atrás, el
bailarín mundano abrió la puerta que daba al exterior y la mantuvo
abierta hasta que la mujer estuvo al otro lado. Correspondió ella
con un escueto «gracias» mientras cruzaba el umbral, inclinó la
cabeza Max, cerró la puerta y desanduvo camino por el pasillo, ocho
o diez pasos. El último lo dio despacio, pensativo, antes de
pararse. Qué diablos, se dijo. Nada pierdo con probar, concluyó.
Con las oportunas cautelas" (Arturo Pérez-Reverte, El tango de la Guardia Vieja).
jueves, 9 de abril de 2015
El verano en Argel
"Siempre tuve la impresión de vivir en altamar, amenazado,
en el centro de una dicha real" (Albert Camus)
Los amores que se comparten con una ciudad son, a menudo,
amores secretos. Ciudades como París, Praga y aun Florencia, están cerradas
sobre sí mismas, limitan de este modo el mundo que les es propio. Pero Argel, y
con ella ciertos ambientes privilegiados como las ciudades sobre el mar, se
abre en el cielo como una boca o una herida. Lo que en Argel se puede amar es
aquello de que todo el mundo vive: el mar a la vuelta de cada calle, un cierto
peso del sol, la belleza de la raza. Y, como siempre, en este impudor y en esta
ofrenda se reconoce un perfume más secreto. En París se puede sentir la
nostalgia de espacio y batir de alas. Aquí, al menos, el hombre está colmado y,
seguro de sus deseos, puede medir entonces sus riquezas.
Sin duda se precisa largo tiempo en Argel para comprender lo
que puede tener de esterilizante un exceso de bienes naturales. Nada hay aquí
para quien quisiese aprender, educarse o mejorarse. Este país no tiene lección
que dar. Ni promete ni deja entrever. Se contenta con dar, pero profusamente.
Se entrega del todo a los ojos y se le conoce desde el momento en que se le
goza. Sus placeres no tienen remedio, ni esperanza sus alegrías. Lo que exige
son almas clarividentes, es decir, inconsolables. Pide que se haga un acto de
lucidez como se hace un acto de fe. ¡Singular país que, al mismo tiempo, da al
hombre que nutre su esplendor y su miseria! No es sorprendente que la riqueza
sensual de que está provisto un hombre sensible de estas comarcas coincida con
la más extrema desnudez. No hay verdad alguna que no lleve consigo su amargura.
¿Cómo asombrarse entonces de que no ame yo tanto el rostro de este país cuanto
lo amo en medio de sus hombres más pobres?
Durante toda su juventud, los hombres encuentran aquí una
vida a la medida de su belleza. Después, vienen la caída y el olvido. Apostaron
a la carne, pero sabiendo que debían perder. Para quien es joven y vivaz, todo
en Argel es refugio y pretexto de triunfos: la bahía, el sol, los juegos en
rojo y blanco de las terrazas hacia el mar, las flores y los estadios, las
mozas de frescas piernas. Pero para quien ha perdido su juventud, nada a qué acogerse
y lugar alguno en que la melancolía pueda salvarse a sí misma. En otras partes,
las terrazas de Italia, los claustros de Europa o el dibujo de los alcores
provenzales son otros tantos sitios en que el hombre puede huir de su humanidad
y liberarse dulcemente de sí mismo. Pero aquí, todo exige la soledad y la
sangre de los jóvenes.
[…] Hay pueblos nacidos para el orgullo y la vida. Son los mismos que
nutren la más singular vocación para el tedio. Y son también los pueblos para
quienes resulta más repugnante el sentimiento de la muerte […] Este pueblo
totalmente entregado al presente, vive sin mitos, sin consuelo. Ha puesto todos
sus bienes en la tierra y ha quedado indefenso contra la muerte.
(Albert Camus)
miércoles, 11 de marzo de 2015
En primavera los dioses viven en Tipasa
Ruinas de Bolonia (Cádiz)
"L'Espagne sans la tradition ne serait qu'un beau désert" / "España, sin tradición, no sería más que un bello desierto", escribió Albert Camus en 1954. El autor de L'Été -ensayo al que pertenece esta cita-, aunque no encajaba en casi ninguna parte, venía del sur y tenía raíces españolas. Nacido en Mondovi, casi en la frontera con Túnez, amaba la vida, el sol, el mar, la amistad y las mujeres. Se sentía mediterráneo, como las ruinas fenicias de Tipasa, situadas en la costa argelina, muy similares a las gaditanas de Bolonia.
Ruinas de Tipasa (Argelia)
"En primavera los dioses viven en Tipasa, y los dioses hablan
en el sol y el olor de los ajenjos, en la mar con coraza de plata, en el crudo
azul del cielo, en las ruinas cubiertas de flores, y en la luz que surge a
borbotones entre los amasijos de sus piedras. A ciertas horas la campiña se ve
quemada por el sol. Los ojos intentan en vano atrapar algo más que las gotas de
luz y color que palpitan al borde de las pestañas. El intenso perfume de las
plantas aromáticas cosquillea en la garganta y el enorme calor las sofoca.
[…] A la izquierda del puerto, una escalera de resecas
piedras conduce hasta las ruinas, entre retamas y lentiscos […] Vamos al
encuentro del amor y el deseo. No buscamos lecciones, ni la amarga filosofía
exigida a la grandeza. Fuera del sol, de los besos y perfumes salvajes, todo
nos parece fútil […] Es el gran libertinaje de la naturaleza y el mar que me
acapara por entero. En este maridaje de primavera y ruinas, las ruinas se han
convertido en piedras, y perdiendo la impronta dejada por el hombre, han vuelto
de nuevo a la naturaleza. Y al regreso de estas hijas pródigas, la naturaleza
las ha colmado de flores. Entre las losas del foro, el heliotropo asoma su
redonda y blanca cabeza, y los rojos geranios vierten su sangre sobre los que
fueran templos, casas, y plazas públicas […] Hoy, por fin, los abandona su
pasado, y ya nada los distrae de esa profunda fuerza que los arrastra hasta el
mismo centro de cuanto se derrumba.
[…] Recorría uno tras otro todos los rincones, y cada uno me
reservaba una recompensa, como ese templo cuyas columnas miden el recorrido del
sol y desde donde se puede ver todo el pueblo, sus muros blancos y rosas y sus
barandillas verdes. Al igual que esta basílica sobre la colina oriental: ha
conservado sus muros y en un gran radio a su alrededor se alinean sarcófagos
exhumados, la mayor parte apenas despojados de la tierra de la que aún
participan […] Qué pobres son quienes necesitan mitos.
[…] Aquí comprendo lo que llaman gloria: el derecho a amar sin
medida. Sólo hay un amor en este mundo. Estrechar un cuerpo de mujer es también
retener contra sí esta extraña alegría que desciende del cielo hacia el mar.
Dentro de un momento, cuando me arroje a los ajenjos para hacerme entrar su
perfume en el cuerpo, tendré conciencia, contra todos los prejuicios, de
realizar una verdad que es la del sol y será también la de mi muerte. En cierto
sentido, lo que aquí juego es mi vida, un sabor a piedra ardiente, llena de los
suspiros del mar y las cigarras que comienzan a cantar ahora. La brisa es
fresca y es azul el cielo. Amo esta vida con abandono y quiero hablar de ella
libremente: pues me da el orgullo de mi condición humana. A menudo me han
dicho, sin embargo, que no hay de qué gloriarse. Sí, hay de qué: este sol, este
mar, mi corazón que brinca de juventud, mi cuerpo con sabor a sal, la inmensa
decoración en que la ternura y la gloria se dan cita en el amarillo y el azul.
A conquistar esto debo aplicar mi fuerza y mis recursos. Todo aquí me deja
intacto, nada mío abandono, ninguna máscara reviso: me basta aprender
pacientemente la difícil ciencia de vivir, que bien vale el saber vivir de los
demás" (Bodas en Tipasa, 1939).
Camus en Tipasa
Diez años más tarde, en 1949, Camus enviaba la siguiente carta a su amigo René Chart: "La vérité est qu’il faut rencontrer l’amour avant de rencontrer la morale. Ou sinon, les deux périssent. La terre est cruelle. Ceux qui s’aiment devraient naître ensemble. Mais on aime mieux à mesure qu’on a vécu et c’est la vie elle-même qui sépare de l’amour. Il n’y a pas d’issue - sinon la chance, l’éclair - ou la douleur" / "La verdad es que hay que conocer el amor antes de conocer la moral. O, si no, los dos perecen. La tierra es cruel. Aquellos que se aman deberían nacer juntos. Pero se ama mejor a medida que se ha vivido, y es la misma vida la que separa el amor. No hay salida -salvo la suerte, la luz- o el dolor".
Camus era un hombre de profundas contradicciones. En él chocaban, incesantemente, la realidad y el deseo. Tras ganar el Premio Nobel de Literatura, París le asfixiaba, pero tampoco podía regresar a Algeria. En busca de una solución intermedia, en 1958, compró una casa de dos plantas con contraventanas azules y un gran balcón en Lourmarin, una hermosa villa de la Provenza. Aquella decisión revelaba el deseo de Camus de regresar a los orígenes, a su única patria, la de su infancia, pobre y solar.
Vista de Lourmarin
Camus era un hombre de profundas contradicciones. En él chocaban, incesantemente, la realidad y el deseo. Tras ganar el Premio Nobel de Literatura, París le asfixiaba, pero tampoco podía regresar a Algeria. En busca de una solución intermedia, en 1958, compró una casa de dos plantas con contraventanas azules y un gran balcón en Lourmarin, una hermosa villa de la Provenza. Aquella decisión revelaba el deseo de Camus de regresar a los orígenes, a su única patria, la de su infancia, pobre y solar.
jueves, 5 de febrero de 2015
Baños de sol en invierno (II)
Eso había pensado Quevedo hasta que amó a aquella mujer enferma. Quevedo miraba al sol cara a cara en su hora más fuerte, para ver si prometía o no prometía durar. Cuando lo sentía tan fuerte que le sinapismaba el rostro con su calor, la ordenaba desnudarse. Era casta la escena. Nada de juegos frente al sol, abusando de la hora de reponerse. El desnudo parecía respetable como en la hora en que no se le puede tocar. A lo más, jugaba con sus senos, pero como con una fruta de un árbol querido y no como el que los va a arrancar, como se arrancan en la hora del placer, sino como quien está contento de que los racimos caigan de su parra y los sopesa sin apetito, con encanto de verles colgar [...] El mismo Quevedo se sentía satisfecho de la abstinencia franca, digna, sencilla, frente a un desnudo de mujer. "Nada..., nada... Se troncharía más si no la respetase". Ella tomaba el aspecto de lo que vive para vivir, no sólo para dedicarse a los juegos sensuales [...] Además, él sabía cómo necesitaba aquellos baños, cómo, si ellos no podían con aquella languidez en que había caído, moriría ella en los días fríos y sin sol.
Ya llevaba bastantes días de baño. Él había comprobado que la carne blanca se había ido pintando por el yodo del sol y había puesto en su mano sobre la quemazón como tostada por un caústico, por una especie de nitrato de plata esparcido en la luz [...] Se sentía, casi se presenciaba, que los árboles de los pulmones, esos dos abetos de maceta, volvían a reverdecer y a rebrotar. Siempre la instaba a que estuviese un poco más, un cuarto de hora más al sol, y le alegraba mirar el espectáculo de aquella curación indudable, eficaz, prodigiosa, todo el sol dedicado a ser el doctor de ella.
- ¡Que me da vergüenza que me mires así! -decía ella.
[...] Él sólo estaba preocupado con que llegasen los días nublados, que al fin llegaron, teniendo ella que echarse la bata porque el Sol no acababa de despejarse, porque, aunque no dejaba de filtrarse, era un sol tibio, colado por la manga de una nube [...] En secreto, en el fondo de él, como quien reza una oración o lanza un sordo exorcismo, decía algo a las nubes, al Sol, al cielo. Su mirada intentaba rasgar las nubes por el sitio más claramente quebrado de ellas. Nada. Y la veía a ella desnuda, un poco aterida, aunque apretaba los dientes con la voluntad de continuar en cueros, para que el Sol se apiadase y viese su fe y no descubriese ni el menor signo de irritación.
[...] Quevedo encontró en ella también el encanto de su lengua dulcificada, italianizada, y, aun sabiendo que iba a ser tan corto el idilio, se entregó a él como a un excepcional amor en el pueblecito en que se veranea, queriendo delirar de pasión para aprovechar el cielo de aquellas noches, la languidez de la muerte de aquella vida y la belleza cándida de aquella mujer, aquella belleza de la que había sacado numerosas pruebas de la placa más directa frente al sol más crudo, como si fuese el fotógrafo que vigila esa especie de cuadro ahumado que va sombreando la fotografía en el papel.
(Ramón Gómez de la Serna, El Gran Hotel, 1942)
miércoles, 21 de enero de 2015
Baños de sol en invierno (I)
El baño de sol de la mujer es un cuadro de nuestros días. Ese éxtasis de un desnudo que antes no tenía explicación, que era una pose que conseguía un artista de su modelo, ahora es un hecho de la vida real y es un gesto espaciado, largo, de una o dos horas todos los días, bajo la terrible falta de rubor de la luz del día.
Mujeres discretas, vírgenes muy metiditas en casa, se desnudan con desparpajo frente al más varonil de los astros y frente a la terrible expectación de la luz. En ese nuevo y desfachado paganismo existen las vírgenes que desconfían y se visten ante cualquier indecisión del sol y las que esperan siempre, las que no se impacientan ante los cendales que pasen y esperan desnudas a que se desvele de nuevo.
Es penoso, triste, estéril, ese desnudarse a solar frente a la consagración del sol. Ese cinismo que tiene la joven moderna de haberlo hecho todo y de no querer hacer, sin embargo, nada con el hombre, esa invención de la plenitud solitaria, eso se refuerza con el baño de sol [...] El que descubra el agujero para ver bañarse a la mujer pura que se da baños de sol, será el que vea un desnudo en una exaltación que, ni si se le entregase, esa mujer obtendría. ¡Ah, el que sorprenda a una mujer en su largo, tendido, abierto, baño de sol, habrá visto lo indecible, lo que antes, a veces, se descubría siempre en cierta penumbra, en esa luz llena de rincones y de veladuras, de las habitaciones en que ellas se desnudan! [...] Sólo el baño de sol muestra, saca a la superficie los trazos hondos del desnudo, establece la verdad, prueba hasta la saciedad lo que se está viendo.
jueves, 13 de noviembre de 2014
La nave del olvido
En la década de los 60, España experimentó un fuerte crecimiento económico gracias al buen trabajo de los tecnócratas que aprobaron el Plan de Estabilización de 1959. El desarrollo del país también impulsó el turismo de sol y playa. Durante la dictadura franquista, se declararon varias Zonas de Interés Turístico Nacional y se construyeron rutilantes urbanizaciones en la costa. Pronto, Barajas quedó pequeño. A principios de los 60, más de un millón de viajeros pasaron por el aeropuerto madrileño, una cifra que desbordó las previsiones y obligó a ampliar el número de pistas y terminales.
Azafatas de Iberia
A finales de los 60, Lola Flores y el Pescaílla grabaron un inaudito videoclip del tema La nave del olvido, cantado a ritmo de rumba, donde se muestra cómo era Barajas por aquellos años. El Pescaílla recorre media terminal con la guitarra como único equipaje. Al final de la canción, desde la pista de aterrizaje, Lola, con vestido de flecos y melena al viento, grita desesperada "¡Espera, espera!" mientras el avión de su amado despega, quién sabe a dónde.
Afortunadamente, en Barajas no todo eran despedidas. Por aquellos años, también llegaba gente, gente nueva, como las suecas, que tanto entusiasmaban a José Luis López Vázquez. Las liberadas turistas extranjeras venían a España en "vuelos chárter" con las maletas llenas de bikinis y minifaldas. En la Semana Santa de 1965, un resignado Manuel Fraga declaró: "En España hay más bikinis que nazarenos".
lunes, 22 de septiembre de 2014
Aux couleurs de I'ete Indien
En la década de los 70, el cantante Joe Dassin puso de moda una canción que parecía compuesta por la Agencia Estatal de Meteorología. Se titulaba L'été Indien y arrancaba así:
Tu sais, je n'ai jamais été aussi heureux que ce matin-là
nous marchions sur une plage un peu comme celle-ci
c'était l'automne, un automne où il faisait beau
une saison qui n'existe que dans le Nord de l'Amérique
Là-bas on l'appelle l'été indien.
nous marchions sur une plage un peu comme celle-ci
c'était l'automne, un automne où il faisait beau
une saison qui n'existe que dans le Nord de l'Amérique
Là-bas on l'appelle l'été indien.
El estribillo era de traca y sólo decía: Da da daaaa da da daaaa. En los 70 se produjeron extraños éxitos, un tanto horteras, pero con encanto, como éste de Dassin, que llegó a vender dos millones de copias en todo el mundo. Justo estos días, la prensa francesa anuncia que las playas del sudoeste vuelven a llenarse hasta la bandera a causa de l'été Indien: "La météo annonce encore un temps de rêve sur la côte landaise. Sept plages restent surveillées jusqu'à la fin du mois de septembre: Mimizan, Vielle-Saint-Girons, Moliets, Vieux-Boucau, Seignosse, Hossegor et Capbreton".
Toute la vie
Sera pareille a ce matin
Aux couleurs de I'ete Indien.
Sera pareille a ce matin
Aux couleurs de I'ete Indien.
Menos romántico, el cómico Guy Bedos se cachondeó del éxito de Dassin en su versión humorística Le tube de l'hiver (1975), donde rememoraba un invierno donde se peló de frío en París.
Tu sais, j'ai jamais autant dégusté qu'avec toi, cette année-là.
Je me souviens de ce matin de décembre.
Il faisait froid à en crever.
C'était l'hiver.
Évidemment puisqu'on était en décembre.
Je me suis jamais autant pelé que ce matin-là.
C'était l'hiver.
Je me souviens de ce matin de décembre.
Il faisait froid à en crever.
C'était l'hiver.
Évidemment puisqu'on était en décembre.
Je me suis jamais autant pelé que ce matin-là.
C'était l'hiver.
lunes, 1 de septiembre de 2014
Bolinhas
“¡Boooolinhas! ¡Con crema, sin
crema, con chocolaaate! ¡Boliiiiinhas!”.
Así canta su pregón, cada mediodía, el bolinhero de la playa. Camina por la arena, ya haya bajamar o marea llena, portando dos grandes cajas blancas forradas con alegres dibujos infantiles: una palmera, un mono, un coche de carreras, un hipopótamo, un barco pirata. En los laterales delanteros, con pintura negra, se lee el contenido de los arcones: “bolinhas”.
El bolinhero es portugués, flaco y
moreno. Viene de Vila Real de Santo António, al otro lado de la
desembocadura del Guadiana. Lleva once años vendiendo dulces
artesanos por la playa. Le llamamos y abre sonriente la tapa de una
de las cajas que ha posado sobre la arena. A juzgar por el tamaño de
la mercancía, el diminutivo “bolinhas” -“bolitas” en
español- resulta inexacto, pues asoman buñuelos del calibre de un
puño, rellenos de crema o chocolate. De los simples ya no quedan.
Como buen portugués, introduce las “bolitas” delicadamente y con
parsimonia en una bolsa de plástico transparente. Cada bolinha a un
euro. Muito obrigado.
En la orilla, con los pies dentro del
agua salada, probamos una de chocolate. Se parece a nuestras
berlinesas, fritas, doradas y crujientes por fuera, mientras que el
interior queda hinchado y esponjoso. Rompe una ola y, como impulsada
por la marea, asoma una nuez con olor a cacao y avellana. De pronto,
se levanta la brisa de poniente y algunos granos de arena se mezclan
con el azúcar glass que recubre la bolinha. El bolinhero ya se ha
marchado, pero el viento a favor reparte su voz grave, de pregonero
antiguo, por toda la playa: “¡Boooolinhas! ¡Con crema, sin crema,
con chocolaaate! ¡Boliiiiinhas!”.
Las vacaciones se han terminado. La
taberna de Contraquerencia vuelve a abrir una temporada más. Sean
bienvenidos los parroquianos habituales.
miércoles, 30 de julio de 2014
El palacio de verano
En 1908, el Ayuntamiento de Santander empieza a construir un "palacio de verano" para los Reyes, los apuestos Alfonso XIII y su esposa, la escocesa Victoria Eugenia de Battenberg, madrina de bautizo del actual Felipe VI. Todos los santanderinos participan económicamente en el proyecto -que cuesta un millón de pesetas- mediante una suscripción popular. Los arquitectos elegidos son los cántabros Javier González Riancho y Gonzalo Bringas Vega, que culminan un elegantísimo edificio que mezcla estilos inglés y francés, con la incorporación de detalles de la arquitectura montañesa. El Palacio Real de la Magdalena se levanta en la península del mismo nombre, en la entrada de la bahía de Santander y frente a la isla de Mouro.
El 4 de agosto de 1913, Sus Majestades llegan a Cantabria para tomar posesión de su nueva residencia palaciega. Durante 18 años consecutivos, hasta 1930, los Reyes veranean en Santander. Sin duda, La Magdalena es de su gusto. Además, en sus alrededores, Alfonso XIII encuentra un lugar ideal para practicar sus deportes favoritos: las regatas de vela, el polo, el tenis y la caza... además de asistir a las corridas de toros en el coso de Cuatro Caminos. La prensa de la época describe a diario el "veraneo regio", detallando la vida de la Familia Real frente a las playas de El Sardinero -famosa internacionalmente por sus saludables "baños de ola"- y en la caseta "La Caracola".
Gracias a la presencia de los reyes, El Sardinero -antigua zona de pescadores- y las calles colindantes sufren una enorme transformación con la construcción de villas, casonas, alamedas y amplios paseos para los nuevos veraneantes burgueses. El Hotel Real, el Gran Casino y el Hipódromo de Bellavista se convierten en el corazón de la cultura santanderina durante la Belle Époque.
La reina confiesa que el Palacio de la Magdalena, decorado sencillamente a la inglesa, sin damascos ni terciopelos, es su residencia favorita -"su casuca"- y, probablemente, el único lugar en España donde se siente feliz. La escocesa no simpatiza con el carácter y las costumbres ibéricas, empezando por las corridas de toros, que preside obligada.
Una curiosidad taurina para terminar. El arquitecto que diseñó Cuatro Caminos, Alfredo de la Escalera, hizo pintar los hierros de las 93 ganaderías existentes en 1890, año de la inauguración. Pero, como la plaza tenía 94 arcos, mandó dibujar un hierro inventado en la zona del tendido 6: un cámbaro. A aquella ganadería improvisada con forma de cangrejo le puso el nombre de su pueblo, Argoño.
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