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jueves, 5 de febrero de 2015

Baños de sol en invierno (II)


Eso había pensado Quevedo hasta que amó a aquella mujer enferma. Quevedo miraba al sol cara a cara en su hora más fuerte, para ver si prometía o no prometía durar. Cuando lo sentía tan fuerte que le sinapismaba el rostro con su calor, la ordenaba desnudarse. Era casta la escena. Nada de juegos frente al sol, abusando de la hora de reponerse. El desnudo parecía respetable como en la hora en que no se le puede tocar. A lo más, jugaba con sus senos, pero como con una fruta de un árbol querido y no como el que los va a arrancar, como se arrancan en la hora del placer, sino como quien está contento de que los racimos caigan de su parra y los sopesa sin apetito, con encanto de verles colgar [...] El mismo Quevedo se sentía satisfecho de la abstinencia franca, digna, sencilla, frente a un desnudo de mujer. "Nada..., nada... Se troncharía más si no la respetase". Ella tomaba el aspecto de lo que vive para vivir, no sólo para dedicarse a los juegos sensuales [...] Además, él sabía cómo necesitaba aquellos baños, cómo, si ellos no podían con aquella languidez en que había caído, moriría ella en los días fríos y sin sol.

Ya llevaba bastantes días de baño. Él había comprobado que la carne blanca se había ido pintando por el yodo del sol y había puesto en su mano sobre la quemazón como tostada por un caústico, por una especie de nitrato de plata esparcido en la luz [...] Se sentía, casi se presenciaba, que los árboles de los pulmones, esos dos abetos de maceta, volvían a reverdecer y a rebrotar. Siempre la instaba a que estuviese un poco más, un cuarto de hora más al sol, y le alegraba mirar el espectáculo de aquella curación indudable, eficaz, prodigiosa, todo el sol dedicado a ser el doctor de ella.

- ¡Que me da vergüenza que me mires así! -decía ella.


[...] Él sólo estaba preocupado con que llegasen los días nublados, que al fin llegaron, teniendo ella que echarse la bata porque el Sol no acababa de despejarse, porque, aunque no dejaba de filtrarse, era un sol tibio, colado por la manga de una nube [...] En secreto, en el fondo de él, como quien reza una oración o lanza un sordo exorcismo, decía algo a las nubes, al Sol, al cielo. Su mirada intentaba rasgar las nubes por el sitio más claramente quebrado de ellas. Nada. Y la veía a ella desnuda, un poco aterida, aunque apretaba los dientes con la voluntad de continuar en cueros, para que el Sol se apiadase y viese su fe y no descubriese ni el menor signo de irritación.

[...] Quevedo encontró en ella también el encanto de su lengua dulcificada, italianizada, y, aun sabiendo que iba a ser tan corto el idilio, se entregó a él como a un excepcional amor en el pueblecito en que se veranea, queriendo delirar de pasión para aprovechar el cielo de aquellas noches, la languidez de la muerte de aquella vida y la belleza cándida de aquella mujer, aquella belleza de la que había sacado numerosas pruebas de la placa más directa frente al sol más crudo, como si fuese el fotógrafo que vigila esa especie de cuadro ahumado que va sombreando la fotografía en el papel.

(Ramón Gómez de la Serna, El Gran Hotel, 1942)

miércoles, 21 de enero de 2015

Baños de sol en invierno (I)


El baño de sol de la mujer es un cuadro de nuestros días. Ese éxtasis de un desnudo que antes no tenía explicación, que era una pose que conseguía un artista de su modelo, ahora es un hecho de la vida real y es un gesto espaciado, largo, de una o dos horas todos los días, bajo la terrible falta de rubor de la luz del día.
 
Mujeres discretas, vírgenes muy metiditas en casa, se desnudan con desparpajo frente al más varonil de los astros y frente a la terrible expectación de la luz. En ese nuevo y desfachado paganismo existen las vírgenes que desconfían y se visten ante cualquier indecisión del sol y las que esperan siempre, las que no se impacientan ante los cendales que pasen y esperan desnudas a que se desvele de nuevo.
 
Es penoso, triste, estéril, ese desnudarse a solar frente a la consagración del sol. Ese cinismo que tiene la joven moderna de haberlo hecho todo y de no querer hacer, sin embargo, nada con el hombre, esa invención de la plenitud solitaria, eso se refuerza con el baño de sol [...] El que descubra el agujero para ver bañarse a la mujer pura que se da baños de sol, será el que vea un desnudo en una exaltación que, ni si se le entregase, esa mujer obtendría. ¡Ah, el que sorprenda a una mujer en su largo, tendido, abierto, baño de sol, habrá visto lo indecible, lo que antes, a veces, se descubría siempre en cierta penumbra, en esa luz llena de rincones y de veladuras, de las habitaciones en que ellas se desnudan! [...] Sólo el baño de sol muestra, saca a la superficie los trazos hondos del desnudo, establece la verdad, prueba hasta la saciedad lo que se está viendo.

 
(Ramón Gómez de la Serna, El Gran Hotel, 1942)

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Vida nueva

Bien conocido es el refrán de "año nuevo, vida nueva", por eso, en las postrimerías de este 2014, ahí va la historia de Quevedo, un personaje inventado por Ramón Gómez de la Serna que, de la noche a la mañana, se hizo inmensamente rico.
 
 
"Una racha de dinero, la herencia de su tía María, le había puesto en disposición de hacer vida de millonario durante una temporada, porque él no era de los que podría aguantar toda la vida gastando poco a poco su dinero, él no quería saber lo que llevaba en la cartera ni lo que quedaba en casa.
 
Como había recorrido el mundo modestamente, conocía sus caminos. Y en cuanto cobró el dinero, se fue a Ginebra. París le iba a confundir mucho: había allí muchos amigos y, además, los grandes hoteles no tenían aquel empaque majestuoso, con sus amplias perspectivas, que tenían en Suiza. Sólo paró en París las horas suficientes para el empalme de trenes.
 
Llegó a Ginebra con sus grandes maletas de piel de Rusia y el baúl maravilloso, en el que todo iba plegado y bien puesto, como en el más amplio de los armarios, y en el que había hasta una caja de caudales que habría que deshacer todo el baúl para poder arrancar [...] Recordaba cómo había entrado otras veces en Ginebra, derrotado, teniendo que escatimar el franco, o sea llevando las maletas hasta fuera de la estación, para no tener que pagar dos mozos: el que no puede pasar el dintel de la estación y el que se encarga del bulto para llevarlo a la ciudad.
 
 
Tan a todo lujo iba, que había telegrafiado al dueño del Hotel Beau Rivage para que le reservase las tres mejores habitaciones y saliesen a buscarle a la estación. Quevedo solía hacer bien las cosas, aunque nunca las hubiese hecho. Se había puesto en el lugar de los grandes millonarios en aquella ocasión, aunque había viajado siempre como el más modesto de los viajeros, no pudiendo usar siquiera las almohadillas de viaje.
 
Siempre había pasado por delante de los hermosos balcones del Beau Rivage pensando en cómo se debería ver la vida desde allí [...] En el gran hotel parecía esperarle todo el gran hotel, representado por sus hombres de levita y sus hombres de gran uniforme, todos escalonados en la escalera como si del seno del Parlamento se hubiese nombrado una comisión para esperar al que parecía un rey yendo a inaugurar una exposición. Iba a hacer una vida espléndida durante un año, sin escatimar nada, sin regatear, dando propinas a la entrada y a la salida del hotel.
 
 
[...] Los grandes hoteles están llenos de sí y tienen una estabilidad por la que no pasan los días y en la que no hay días de non. Esta idea del pobre viajero, de que cuando él se va pasa algo en el hotel, no rige en los grandes hoteles. En todos los rincones del hotel había seguridad en el presente".
 
(Ramón Gómez de la Serna, El Gran Hotel, 1942)

jueves, 17 de julio de 2014

La primera corrida de la temporada es como comerse un enorme queso de alegría


Por fin, cuando estuvieron todos colocados se veía que tenían la ambición de asistir a una fiesta muy grande, de comerse un enorme queso de alegría [...] La música de los templetes tocaba un pasodoble más acordado con las caderas de las señoritas del paseo que con el aire duro de los toros.
 
 
[...] La tarde iba entrando en su razón de tarde de caza. Se mezclaba lo cortés, lo descortés y lo valiente [...] La caza y la guerra se aliaban en el espectáculo en viva síntesis. Se tenía la visión de que el toro era el rival del hombre, el más hombre. Se comprendía que por esa rivalidad es por lo que se le sofoca, se le burla, se le hace resbalar y se le mata. La mujer admira al toro como al que raptó a Europa y lo mira con pasión como al cisne se le mira con voluptuosidad; pero cuando le ve vencido por el hombre, admira más al hombre con esa aproximación de las mujeres a los vencedores.
 
 
[...] El cielo era mucho más ancho de lo que daba su medida de círculo. Era cielo de ciudad y de aldea. Era cielo de todas las romerías y fiestas al aire libre en que se estuvo. Se miraba hacia arriba y se echaba un trago de la bota azul en la tregua. Pasaban nubes pequeñas como pañuelos del cielo, como pañuelos con que el presidente eternal indicaba un cambio de suerte, adioses a los trenes lejanos que se habían escapado a las manos insistentes. [...] Los mantones blancos envejecían la tarde; pero los negros de fleco largo dejaban caer su melena sobre todos y parecía que se sentían sus crenchas en la nuca del público.
 
 
[...] El maravilloso aburrimiento penetraba en todos contra su voluntad de no aburrirse; pero les saturaba y era el caldo de un gran depósito introducido en un pequeño corazón. Nunca el caudal del aburrimiento es tan grande, tan portentoso y tan anfiteátrico como en los toros [...] Las ideas se mezclan, los toros se parecen unos a otros, las banderillas arden al por mayor. Pero hay que saber aceptar ese aburrimiento comprendiendo que la vida es más sórdida y aburrida fuera.
 
 
[...] ¡Que nadie vuelva la cabeza al salir de la corrida! Podría quedarse convertido en estatua de sal al acabarse de desengañar de lo efímero que es todo y cómo se queda convertida en cementerio la plaza. El desfile tenía cansancio y desengaño.
 
 
Se salía a una plazoleta llena de vendedores de cacahuetes, que los vendían para completar la indigestión de la corrida. Las tabernas y los bares tenían descorridas sus cortinas blancas y sobre el cinc mojado resbalaban las copas. Tenían algo de cantina de estación cuando ha llegado el tren interminable de los sedientos [...] Se presenciaba un ocaso humano, todos con el sinsabor de los jugadores que han perdido en el juego.
 
 
[...] Se había sacrificado la tarde, desangrándola. Ahora quedaba la plaza en su correspondiente cráter, en el volcán apagado de los días sin corrida.
 
Ramón Gómez de la Serna, "El torero Caracho" (1926)

lunes, 7 de julio de 2014

La ascensión del torero Caracho

El otro día rememoramos los comienzos del torero Caracho de Gómez de la Serna. Hoy ya lo vemos -y leemos- convertido en figura de la torería de la época, tanto en el campo como en la ciudad, rodeado de sus fieles partidarios en el cortijo y en la taberna.


Finaba febrero y Caracho se hallaba en una finca perdida en lo más fragoso de Andalucía, finca de un abonado rico que sabía el prestigio que le daba en todos los alrededores tener allí al gran matador Caracho, la única autoridad que convencía a los mozos y daba respeto a los niños.
 
- Me disciplinas a la gente -decía a Caracho el señor de Ordoriz-, y la cosecha es mayor el año que vienes... Hay más alegría y las mujeres paren más... Influyes en todo, hasta en que las gallinas sean más o menos ponedoras.
 
- ¡Chico -contestaba Caracho-, en lo de las mujeres te juro que yo no tengo la culpa!
 
Ya la blancura de todas las casas brillaba más al sol mañanero y había comenzado el deshielo del mundo.
 
 
[...] El Vozarrón, picador de empuje de su cuadrilla, entró cantando "tinieblas", como siempre [...] Caracho tomó su capa y le dio aire en vuelta, moviendo un viento que amenazó con apagar las bombillas eléctricas.
 
- ¡Lo que me gustan a mí estas capas, en que va bordado nuestro árbol genealógico! -dijo el Vozarrón, señalando aquel magno bordado que cubría toda la espalda de la pañosa, como hojarasca de parra en relieve.
 
Todo el público de La Cuba levantó los ojos hacia Caracho para verle pasar, llevando su capa como una casulla. Todos los demás detrás de él iban como en esas procesiones interiores de las catedrales por en medio de los fieles aglomerados en la nave.
 
La esclavina de Caracho iba dejando volantes de presunción. Todos miraban con más expectación a Caracho porque aquel día de invierno aquello era como una resurrección y como una escapada inaudita del armario en que se meten los toreros durante los fríos.

miércoles, 2 de julio de 2014

Los comienzos del torero Caracho

En el año 1926, tras un viaje a Nápoles, Gómez de la Serna, don Ramón, remató su ocurrente y grotesca novela "El torero Caracho", donde el toro de la greguería asoma en todos los capítulos, virtuosamente escritos, oscilando del humor a la amargura. Como la mitad de los lectores del blog ya están de vacaciones -y la otra mitad las rumia-, durante el mes de julio publicaré algunos fragmentos de "El torero Caracho", lectura muy recomendada para este tiempo jovial.
 

Brindis imaginarios a los balcones cerrados, creencia petulante de chico que cree  que de todas partes le miran, incitación de las camisas de puntilla colgadas de algunas ventanas, miradas lánguidas de las hijas de las otras porteras que lo miran todo apoyadas en el quicio de las puertas, todo fue creando en Caracho la obsesión y el orgullo de la torería.
 
Los primeros toques valientes en el testuz cálido los dio a las vacas de la lechería de más abajo, que volvían a la tarde de los pastos de todo el día, sonando el río de sus cencerros y ensanchando la calle como la ensancha todo el miedo [...] El vaquero, más peligroso que la vaca, le amenazaba con su vara fresnera; pero Caracho sabía dar otro quite al vaquero, que no le perseguía porque sabía muy bien que era el hijo del guardia.
 
Su mayor deseo era el de conseguir un par de cuernos de esos que parecen tirar todos los días de las carnicerías, pero que es muy difícil que guarde el carnicero al niño inquieto [...] "Seré torero pase lo que pase", se decía Caracho jurándoselo detrás de la puerta de su portal, en el ángulo triste de la verdad y el contador del agua.
 
 
[...] El primer traje de luces que usó Caracho lo compró en el Rastro, donde estaba sobre la silla que quedaba al lado del lecho del suicida, con sus ropas últimas colgadas para no volvérselas a poner. ¿En qué portería se habría cosido poco a poco aquel traje? De hijo de portera a hijo de portera, la predestinación no hacía más que cambiar de cuerpo.
 
Los bombones de gloria que madroñaban el traje estaban envueltos en su especial papel dorado y se descubrían abalorios que venían a jugar bien con el oro y eran como los ojos del pez fantástico. Pendientes de un color rosa pálido que parecían haber sido de unas muchachas que se murieron, completaban los alamares y arracadas.
 
Sesenta pesetas le valió el traje de aquel sorche del torero que se despachó al otro mundo. Tenía dos o tres desgarraduras que le daban cierta mala pata; pero conque no se abriesen de nuevo los costurones todo estaba arreglado. Para clasificar aquel traje un crítico taurino dijo "piojo y oro".

lunes, 31 de marzo de 2014

El Machado equivocado (retrato de un dandi andaluz)

Yo, poeta decadente.
Yo, poeta decadente,
español del siglo veinte,
que los toros he elogiado,
y cantado
las golfas y el aguardiente
y la noche de Madrid,
y los rincones impuros,
y los vicios más oscuros
de estos bisnietos del Cid:
de tanta canallería
harto estar un poco debo;
ya estoy malo, y ya no bebo
lo que han dicho que bebía
.

El pasado sábado, en su columna diaria en el ABC, Antonio Burgos le pegó un pase del desprecio a algunos sevillanos, muy amantes de los monumentos, e incapaces de entender la obra poética de Antonio Machado.
 
Hablaron del monumento a Antonio Machado y aquí viene la incorrección de mi artículo sabatino. Vamos a ver, póngase la mano en el pecho, ahora que celebran al Greco en Toledo, y dígame en conciencia: ¿a qué Machado le debe en verdad Sevilla un monumento? ¿A Antonio o a Manuel, el que prefería la Macarena a Montmartre, el que mamó Sevilla en Triana con su abuela, el del piropo insuperable del "...y Sevilla"? ¿Qué hizo Antonio Machado por Sevilla? Pues casi, casi lo que Pilar Bardem: nacer aquí. A los ocho años se fue. Se quedó, pues, con "mi infancia son recuerdos" de un etcétera.
 

Un olé por el señor Burgos que, al fin, pone las cosas en su sitio y rehabilita al pobre Manuel, algo que ya hizo en su día Juan Ramón Jiménez con una hermosa semblanza:
 
De toda su poesía se desprende esta bella sentencia: olvidarlo todo por una mujer o por un vaso de vino [...] ¿Ha llorado alguna vez? Se parece un poco a Fuentes, el torero. Y estoy seguro de que tiene en casa un capote celeste y oro, de paseo. Es caprichoso; cree en Venus y la cree más de carne que de estrella. Si tuviéramos que dividir entre los dos a una mujer, ninguno de los dos reñiríamos por la parte que habría de tocarnos; mía sería de cintura para arriba; él querría movimiento de salamandra partida. Es, gracias a Dios, un decadente. Ama el peligro y, como Rusiñol, haría un discurso contra el sentido común [...] ¿Poeta femenino, débil, funambulesco, contradictorio? En su escudo podría ir bien este lema: "A mí, ¿qué?" o "¿qué importa?" o "¿qué más da?". Es sinuoso como un cuerpo de mujer. Y como a un cuerpo de mujer se le termina pronto el encanto y no se le termina nunca [...] Admiro a Manuel Machado porque sería capaz de suicidarse de intensidad de amor súbito, de ahogarse con un pecho de mujer, de cortarse la garganta con un cabello rubio. Y es capaz, sobre todo, de olvidar después [...] Y aquí está, en Madrid, trabajando poco, amando lo que pasa a su lado, muriéndose un poquito cada día, pero sin melena, sin gesto romántico, con la coleta desrizada debajo del sombrero y embozado con una capa andaluza que quizá tiene vueltas de seda de París.
 

Ramón Gómez de la Serna también destacó que Manuel era un dandi andaluz aterido de frío en Madrid.
 
Durante toda mi vida le he visto pasar por las calles de Madrid como andaluz que se escabulle al aire peligroso del invierno madrileño, haciendo un quite a los cuernos del Guadarrama, arremetido por las esquinas. Simpático, marchoso, generoso, Manuel Machado defendía la cordialidad de la casa de los Machado. Siempre nos saludábamos cortando el aire con la mano, como haciendo lonchitas de jamón con el aire del saludo. Él con su andaluz inolvidado después de tantos años de Madrid y yo madrileño imitando su andaluz.
- ¡Adiós, don Manuel!
[...] Dicharachero, consciente, dentro de esa alegría del mundo que le ha tocado vivir perentoriamente [...] Manuel Machado, alegre, con sus dientes mellados de gracioso, con sus ojos pequeños y agudos de soñador, con su risa cariñosa y cumplida de gran poeta, me saludaba como desde su tendido de sol.
 

Pero quienes mejor conocían a Manuel Machado no eran sus amigos abonados a los toros y a la poesía. Era el propio Manuel. He aquí su retrato. Sin duda, habría sido un buen banderillero.
 
Ésta es mi cara y ésta es mi alma: leed.
Unos ojos de hastío y una boca de sed...
Lo demás, nada... Vida... Cosas... Lo que se sabe...
Calaveradas, amoríos... Nada grave,
Un poco de locura, un algo de poesía,
una gota del vino de la melancolía...
¿Vicios? Todos. Ninguno... Jugador, no lo he sido;
ni gozo lo ganado, ni siento lo perdido.
Bebo, por no negar mi tierra de Sevilla,
media docena de cañas de manzanilla.
Las mujeres... -sin ser un tenorio, ¡eso no!-,
tengo una que me quiere y otra a quien quiero yo.

Me acuso de no amar sino muy vagamente
una porción de cosas que encantan a la gente...
La agilidad, el tino, la gracia, la destreza,
más que la voluntad, la fuerza, la grandeza...
Mi elegancia es buscada, rebuscada. Prefiero,
a olor helénico y puro, lo "chic" y lo torero.
Un destello de sol y una risa oportuna
amo más que las languideces de la luna
Medio gitano y medio parisién -dice el vulgo-,
Con Montmartre y con la Macarena comulgo...
Y antes que un tal poeta, mi deseo primero
hubiera sido ser un buen banderillero.
Es tarde... Voy de prisa por la vida. Y mi risa
es alegre, aunque no niego que llevo prisa.